En estos tiempos de confinamiento obligatorio a causa de la pandemia global de coronavirus, la juventud, y de manera especial, la juventud que ama y sigue a Cristo, debe dar la talla. Todos los esquemas anteriores en los que nos basábamos para vivir nuestros años de adolescencia y juventud se han ido resquebrajando hasta límites insospechados. La dinámica vital que cada uno de nosotros estábamos desarrollando en el contexto de la normalidad, si es que puede decirse de este modo, y de la cotidianidad, ha sido trastornada de una forma violenta y traumática.
Cualquier plan que tuviéramos en mente se ha volatilizado junto con nuestra necesidad de transitar libremente por este mundo. Nuevas formas de trabajar, estudiar y relacionarse han tenido que surgir de las cenizas de un futuro incierto y dramáticamente oscuro. Las costumbres ininterrumpidas que considerábamos parte de nuestra esencia e identidad están convirtiéndose en algo que parece que queda atrás, en tiempos más felices. No cabe duda de que nuestras vidas han sido afectadas virulentamente por una enfermedad que se contagia mucho más rápido de lo que nuestros gobernantes y científicos habían imaginado, y ahora debemos plantearnos nuestro rol social, espiritual y psicológico a la luz de esta nueva y enigmática coyuntura.
No sé si tú que me lees, eres víctima de esta epidemia, o conoces a personas que están en cuarentena, pasando el mal trago del contagio, ingresado en algún hospital o UCI, o si sabes de alguien que ha fallecido a causa de este terrible enemigo prácticamente invisible. Tal vez piensas que estar encerrado en tu casa sin poder dar un abrazo a tus amistades, sin pasar tiempo real con tu familia y sin la posibilidad de reunirte con tu comunidad de fe, es una auténtica tortura. Te subes por las paredes, te haces carne de “challenges,” intentas planificar las horas muertas haciendo papiroflexia, abdominales o leyendo esos libros que tenías cubiertos de polvo. Bailas todo el repertorio del Tiktok, duermes como un lirón en temporada de hibernación, y comienzas a tener mono de deporte televisado.
Consumes series y películas sin parar, te atiborras de chucherías, cupcakes y pizzas caseras, y tus hermanos pequeños o tus hijos han traspasado las fronteras de tu paciencia. Quizá has sido objeto de un ERTE, o te ha tocado bajar las persianas de tu negocio, o buscas la manera de teletrabajar sin que tu volumen de eficacia y eficiencia descienda a causa de las distracciones hogareñas. La frustración, la monotonía elevada al cuadrado, las complicaciones tecnológicas o una claustrofobia del quince te están agriando el carácter y te están influyendo negativamente en términos mentales…
No es una buena época para ser joven. Si ser joven es vivir a todo trapo la libertad de movimientos, de relaciones y de decidir qué hacer en cada momento, hoy ésta ha sido restringida sin que podamos rechistar. Podemos quejarnos, pero en el fondo sabemos que todo debe hacerse para ser solidarios y colaborar para preservar la salud de otros. Los tiempos de ese individualismo tan acendrado en el que vivíamos está desapareciendo en favor de la comunidad. Ahí tenemos videos de personajes que rompen el estado de alarma para desplegar su individualismo de pacotilla, sin la consideración y empatía necesaria en la actualidad, diciendo al mundo que le importa un bledo, que primero es él y sus circunstancias. Y ahí los vemos, trotando por un parque como si nada fuese con ellos, viajando a segundas viviendas, escalando montañas, celebrando botellones y desafiando la sensibilidad de sanitarios y cuerpos de seguridad del estado. La época en la que cada uno hacía lo que bien le parecía ha terminado, al menos hasta que este problema sanitario sea solventado.
Es la hora de la comunidad, de una comunidad espiritual que se comunica a través de las redes sociales, de los métodos tecnológicos, de los chats y de los videos en directo desde los hogares. Es la hora de la comunidad, de una comunidad en la que todos, jóvenes y ancianos, niños y adultos, hombres y mujeres, nos mostramos más agradecidos que nunca a aquellos que velan por nuestra seguridad y salud. Es la hora de la comunidad, de una comunidad recuperada en nuestros bloques, calles y urbanizaciones que se unen en torno a un mismo objetivo común: luchar a brazo partido contra este Covid-19 que está arrebatando el oxígeno a miles de personas. Es la hora de la comunidad, de una comunidad que ha dejado de lado las ideologías políticas y las comodidades que les brindaba su idiosincrasia personal, en favor de la solidaridad, de la colaboración, de la obediencia y del servicio mutuo. Es la hora de la comunidad, de aquella comunidad despreciada por el egoísmo y el orgullo personalista, que ahora brinda consuelo, esperanza y firmeza unida a aquellos que la conforman.
Como jóvenes, hemos de dar la talla dentro de nuestra comunidad recobrada a causa de un adversario común que se ceba precisamente con el individuo que asegura altivamente que no necesita la ayuda de nadie. Como jóvenes, tenemos un papel sumamente relevante que cumplir en nuestros hogares. Necesitamos reconectar con nuestras familias, especialmente con nuestros padres y abuelos. Hace mucho tiempo que dejamos de valorar a nuestros progenitores y mayores, y hoy tenemos la increíble oportunidad de beber de su sabiduría, de su historia y de sus consejos experienciales. Tenemos la posibilidad de recuperar la relación rota, desgastada o deshilachada que teníamos con nuestros padres, así como releer nuestra propia historia como jóvenes desde los recuerdos que éstos tienen de nosotros. Ya que vamos a pasar mucho tiempo juntos entre cuatro paredes, debemos dejar a un lado la automarginación de nuestro cuarto y de las redes sociales alienantes, y compartir tiempos de charla, diálogo y conversación que se habían olvidado tiempo atrás.
Otro de los roles importantísimos y nucleares de nuestra generación, debe ser el de promover la innovación de métodos y estrategias creativos que nos permitan construir una nueva manera de entender la comunidad. No hemos de perder la frescura, el descaro y el anhelo de progreso en el encierro. Todo lo contrario. Somos llamados a idear y crear espacios y contextos virtuales que traspasen las distancias impuestas, a involucrar a nuestros mayores en la readaptación digital y virtual, a aprovechar nichos de negocio desde el emprendimiento tecnológico, y a lograr contenidos devocionales que impacten e inspiren espiritualmente a un mundo, tan necesitado como el nuestro, de esperanza, fortaleza y fe.
Dios nos ha dado una serie de dones espectacularmente especiales, un conjunto de talentos formidables, y unos recursos sin precedentes con los que poder alcanzar con el evangelio a nuestros amigos, familiares y desconocidos. Diseñar, maquetar, dibujar, programar, componer, filmar, grabar, bailar, son solo algunos de los materiales de los que estamos hechos, y todos pueden ser empleados para la gloria de Dios incluso en medio de la situación tan lamentable que nos toca afrontar.
Jóvenes, es la hora de reaccionar a esta pesadilla que nos come la moral día tras día. Quedan tres semanas para que el estado de alarma termine, o por lo menos es lo que deseamos con todas nuestras fuerzas. Ansiamos recuperar nuestra vida anterior al coronavirus, y anhelamos volver a demostrar nuestro amor y cariño a nuestros seres queridos cuanto antes. Todo depende de ti y de mí. De nuestra obediencia civil, de nuestra fe en que esto podrá ser superado si remamos en el mismo barco, y de nuestra confianza en las promesas de Dios para sus hijos.
Que las cuatro paredes no te limiten ni te impidan ser quién eres. Sigues siendo libre en Cristo, y esta libertad no conoce ni de muros, ni de barrotes, ni de virus asesinos: “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno.” (1 Juan 2:14)
En estos días estamos descubriendo o trayendo a la memoria que existen circunstancias en la vida que siempre nos alcanzan. No importa lo mucho que corra el tiempo, que tratemos de eludirlas con mayor o menor habilidad o que intentemos por todos los medios posibles protegernos contra ellas, siempre llegan a nuestra vida para tocar el timbre de nuestras existencias. La muerte, los impuestos, las responsabilidades familiares, los fracasos o las relaciones sociales son cuestiones que tarde o temprano se presentan ante nosotros para propiciar una reacción, sea positiva o negativa. Otra de estas situaciones que no podemos esquivar aunque pongamos todo de nuestra parte por que no haga su aparición en nuestra carne, hueso y alma es la enfermedad, elemento con el que hemos de lidiar en estas fechas.
La enfermedad en toda su amplia variedad de síntomas y efectos comenzó a ser una realidad en el preciso instante en el que el ser humano en el huerto del Edén sucumbió a la tentación de ser como Dios en su sabiduría y poder. Después de que el fruto prohibido fuese mordisqueado tanto por Adán como por Eva, los estragos y consecuencias de la desobediencia flagrante contra Dios comenzaron a aparecer, de tal manera que la inmortalidad corporal se trastornase a favor de una corrupción paulatina de los tejidos, los músculos y los órganos corporales.
Tal vez la muerte no apareció fulminante y definitiva en el primer ser humano, pero sí que comenzó a ejercer su trabajo de zapa y deterioro tanto en la mente como en el cuerpo. La enfermedad de este modo se erigió en compañera inseparable de la propia muerte, demostrando al ser humano que sus días sobre la faz de la tierra tendrían límite, uno cada vez más restringido, hasta que el polvo volviese al polvo de manera inevitable.
Todos los seres humanos nos vemos sujetos a la enfermedad y al malestar físico por muchos esfuerzos que los estudios médicos, farmacológicos y científicos apliquen sobre sustancias y medicinas. La enfermedad sigue cada día cumpliendo su papel en nuestras vidas, dejando en nosotros la huella reconocible de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad por encontrar por nosotros mismos una vida eterna que nos aleje completamente del abrazo contagioso de la muerte.
Esta también era una realidad en medio de la iglesia de Cristo. La enfermedad era, según una mentalidad hebrea, una expresión externa y orgánica de un malestar interior, espiritual. Por eso, en los relatos de los evangelios, podemos comprobar que cuando Jesús sana a paralíticos, ciegos o leprosos, a la vez se añade el componente del perdón de pecados tras verificar la fe de los enfermos.
Del texto de hoy podemos aprender varias lecciones. Pero antes de entrar a profundizar en ellas, es preciso ubicarnos correctamente en el contexto de las instrucciones de Santiago. Anteriormente a esta serie de consejos de índole eclesial e individual, expone ante los receptores de esta epístola la inquietud que muchos creyentes tenían ante la segunda venida de Cristo. El tiempo pasaba y nada sucedía. Lo equivocado de una tesis escatológica que esperaba el retorno de Cristo durante el tiempo de los apóstoles, provocaba en los miembros de las primeras iglesias varias preguntas relacionadas con la salud y la muerte de algunos testigos oculares de la ascensión de Jesús a los cielos.
¿Qué ocurría con aquellos que morían expectantes ante la proximidad de la parusía de Cristo? ¿Por qué las enfermedades se cebaban en algunos de los miembros de las iglesias si éstos habían sido justificados en virtud del sacrificio vicario del Señor?
No olvidemos que el mismo Pablo considera que la enfermedad en el seno de la comunidad de fe también obedecía al pecado de tomar indignamente la Santa Cena. Aquellos que no discernían con sinceridad y seriedad el mensaje y el simbolismo subyacente en la participación de los elementos de la Cena del Señor, y aquellos que no habían realizado un examen personal que englobaba el arrepentimiento, la confesión y la petición de perdón por parte de Dios, sufrían ya por aquel entonces el pago por su hipocresía, burla y menosprecio de la celebración de la Santa Cena: “Ahí tenéis la causa de no pocos de vuestros achaques y enfermedades, e incluso de bastantes muertes. ¡Ah, si nos hiciésemos la debida autocrítica! Entonces escaparíamos del castigo.” (1 Corintios 11:30, 31).
Por lo tanto, es menester considerar que la enfermedad en la iglesia, aunque no siempre, sí en ocasiones, más de las deseadas, era una señal de que algo nefasto y oscuro habitaba en el corazón del miembro de iglesia.
A. UNA PÍLDORA DE FE PASE LO QUE PASE
“¿Sufre alguno de vosotros? Que ore. ¿Está gozoso? Que alabe al Señor.” (v. 13)
Santiago considera en esta batería inicial de preguntas cualquiera de las circunstancias por las que cualquier hermano de la iglesia pueda estar pasando. Con dos simples cuestiones engloba el conjunto de experiencias que el creyente vive en el día a día. ¿Quién no ha sufrido alguna vez? Creo hablar en nombre de todos los creyentes del mundo si digo que todos hemos padecido, que todos hemos tenido que pasar por tragos muy amargos y que todos hemos recibido el hachazo de terribles noticias. El sufrimiento también es compañero inseparable de la muerte y del pecado.
El solo hecho de vivir en este mundo ya nos expone a momentos de tristeza, amargura y tribulación, dado su carácter injusto, cruel y odioso. Y si a esto añadimos que ser cristianos hoy día no está muy bien visto que digamos, que muchos hermanos en otras latitudes mueren por esta causa y que por predicar a Cristo somos tachados de fanáticos, intolerantes y arcaicos, la cosa no pinta mucho mejor. El sufrimiento forma parte, lo queramos o no, de nuestra existencia, y eso Santiago lo sabe. Por eso, mientras el pueblo de Dios espera ansioso la venida de Cristo, debe orar a Dios en el nombre de Cristo.
Podemos llorar, lamentarnos y quejarnos por nuestras circunstancias adversas, todas ellas relacionadas con la pandemia global de coronavirus, pero eso no cambiará nada. Solo añadirá mayor pena y angustia a nuestras vidas. Pero si acudimos a Dios en oración, si entablamos un diálogo fructífero con Aquel que conoce mejor nuestro porvenir y si exponemos ante Él nuestras cuitas y problemas, no ha de cabernos ni la menor duda de que va a estar a nuestro lado hasta la que tormenta haya cesado y un cielo despejado nos marque el camino hacia la verdadera felicidad que se halla en Cristo.
Lo mismo sucede con nuestros momentos alegres y felices. ¿Quién no ha reído sin parar en una reunión de amigos? ¿Quién no ha disfrutado de las cosas buenas y sencillas de la vida? ¿Quién no ha llorado de gozo al sostener en sus manos una nueva vida que nace? ¿Quién no se ha emocionado al ver cómo una persona perdida y destruida es transformada por el poder redentor de la sangre de Cristo? Ante circunstancias positivas y gozosas también nuestra alabanza ha de dirigirse en oración a nuestro buen Dios. Nuestra gratitud ha de elevarse como olor fragante ante nuestro Padre que está en los cielos, el cual nunca se cansa de derramar su gracia y misericordia sobre nosotros. Con una sonrisa abierta de par en par en nuestros rostros, el agradecimiento de corazón ha de emocionar también a nuestro Señor.
El problema surge cuando la alegría, el regocijo y la felicidad en nuestras vidas se convierten en el olvido de Dios. Si hiciésemos un estudio estadístico sobre la frecuencia y contenido de nuestras oraciones y plegarias a Dios, descubriríamos sin lugar a error, que pedimos más que agradecemos. Como las cosas nos van a las mil maravillas, ya no nos preocupamos por ser agradecidos a Dios. Como no hay necesidades ni preocupaciones en determinados instantes de nuestro recorrido vital, dejamos de lado un apartado crucial en nuestra comunicación con Dios como es la adoración, la alabanza y la acción de gracias por los beneficios con que nos colma día tras día. Si llueve, ora, y si sale el sol, habla con Dios. La oración en nuestra vida devocional personal nunca debe cesar pase lo que pase y ocurra lo que ocurra.
B. LA ORACIÓN COMUNITARIA DE FE SANA
“¿Ha caído enfermo? Que mande llamar a los presbíteros de la Iglesia para que lo unjan con aceite en el nombre del Señor y hagan oración por él. La oración hecha con fe sanará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que haya cometido.” (vv. 14, 15)
Como dijimos anteriormente, la enfermedad va íntimamente ligada a las consecuencias del pecado. Si la enfermedad no es tratada convenientemente desde el punto de vista médico, el futuro no será nada halagüeño para el paciente. Si el malestar físico persiste en su proceso destructivo, será preciso recurrir a la gracia divina para que pueda ser solucionado definitivamente. El creyente que se encuentre en esta dramática tesitura tiene a su alcance no solo su propia oración desesperada, sino que también posee la preciosa oportunidad de que la iglesia al completo pueda interceder en oración ante Dios por su dolencia.
Los representantes de la iglesia, los presbíteros o ancianos, se convierten de este modo, no en personas especialmente imbuidas de un poder sobrenatural que otros miembros no detenten, sino en garantes de que toda la comunidad de fe se vuelca fervientemente en solicitar de Dios un milagro sanador. No son los presbíteros los que curan, ni es el aceite, signo del poder del Espíritu Santo, el que sana, ni las palabras las que restauran al enfermo. Es Dios mismo, invocado en el nombre de su amado Hijo, el cual escuchando con agrado los ruegos de compasión y fe de sus hijos, el que renueva alma y cuerpo del doliente.
La oración de fe comunitaria será el punto de apoyo de todo un proceso curativo que contempla tanto lo físico como lo espiritual. Así nos lo asegura Santiago al decirnos que si la plegaria elevada a Dios es ferviente, la sanidad será una realidad en el creyente sufriente. Esta oración de fe en la que todo el pueblo de Dios participa con sinceridad y misericordia es una oración en la que no solo se habrá de rogar la curación de la enfermedad, sino que también se pedirá por el perdón de los pecados del enfermo.
La sanidad de Dios en Cristo es una sanidad integral y holística, puesto que abarca tanto la mente y el cuerpo como el alma y el espíritu. En ese perdón de Dios en Cristo, el creyente se verá completamente restaurado y restablecido de sus dolores y malestares, proyectando esta sanidad hacia un mayor crecimiento espiritual y una más grandiosa certeza del poder salvador de Dios.
C. LA ORACIÓN DE FE DEMANDA CONFESIÓN MUTUA Y PERSEVERANCIA
“Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la oración perseverante del justo. Ahí tenéis a Elías, un ser humano como nosotros: oró fervientemente para que no lloviese, y durante tres años y seis meses no cayó ni una gota de agua sobre la tierra. Luego volvió a orar, y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto.” (vv. 16-18)
Santiago continúa enfatizando la importancia tan grande que la oración comunitaria tiene para la sanidad de los miembros y para la consecución de formidables empresas. Santiago considera que la confesión mutua de pecados es una práctica muy edificante si se realiza según los parámetros de la discreción, la justicia y el amor que las enseñanzas de Jesús señalan en estos casos. Desgraciadamente esta costumbre aconsejada por el escritor de la epístola no es una que llevemos normalmente a cabo, seguramente entre otras razones, por no identificar esa práctica con la confesión auricular catolicorromana, por tener temor a las murmuraciones e indiscreciones, por albergar un miedo a lo que otros pensarán de ellos, o por recelar de un trato distinto tras la confesión de un pecado escandaloso.
Esto, en resumidas cuentas quiere decir que no existe una verdadera y plena confianza entre los hermanos de la iglesia como para confesar y declarar los pecados con fines terapéuticos, restauradores y edificantes. Sin embargo, es deseable que exista en la iglesia una atmósfera de comprensión, amor, perdón y discernimiento tal que pudiese propiciar la confesión mutua de pecados.
Por otro lado, la oración del justo, es decir, del que no tiene miedo de confesar sus pecados a sus hermanos y que tiene confianza y fe en el poder sanador de Dios, ha de ser perseverante. A veces pensamos que con una oración Dios ya se va a dar por aludido y que nos va a sacar las castañas del fuego de manera inmediata. Esa no es la realidad que Santiago expone. La oración de fe no se cansa nunca de rogar, agradecer, adorar e interceder tal como escribe Pablo: “Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes.” (Efesios 6:18).
A Dios le gusta que acudamos siempre sin desmayar ante su trono para darnos aquello que necesitamos. Como el mismo Santiago expresa al comienzo de esta epístola, muchas veces no sabemos pedir porque pedimos mal, porque le pedimos para nuestros deleites y caprichos en vez de pensar en aquello que más nos conviene. Sin desesperarnos, nuestras oraciones de fe han de alcanzar la presencia de Dios, sometiendo humildemente nuestras vidas y circunstancias bajo la poderosa mano del Señor. Elías comprendió esta dimensión espiritual de la oración y cuando alzó su voz en oración a Dios, tuvo en cuenta la voluntad soberana de su Señor, de tal manera que lo que parecía imposible fue hecho, y lo que parecía absurdo se hizo realidad.
CONCLUSIÓN
La oración de fe alcanza sus máximas cotas de poder cuando es Dios el que transforma nuestras vacilantes y balbuceantes palabras en vida, salud, salvación y perdón. Sea cual sea la situación, y de forma especial la que estamos viviendo en términos sanitarios, Dios espera de ti y de mí que nos dirijamos a Él reverente y humildemente en oración, y así tener comunión continua con Aquel que mejor nos conoce y que mejor sabe qué necesitamos.
Confiemos más en nuestros hermanos para que en la confesión mutua, y en estos tiempos, a distancia y por medio de canales digitales, podamos despojarnos de pecados ocultos que solo lastran nuestra trayectoria espiritual y que obstaculizan el desarrollo a la madurez de nuestras vidas.
Por último, no dejemos de orar buscando siempre que el poder maravilloso y asombroso de Dios sea desplegado en nosotros y en toda la tierra hasta que Cristo regrese en gloria y esplendor, y hasta que esta pandemia global del Covid-19 remita y sea desarraigada por completo de nuestras vidas.
Martinet
Lanzó su mochila en el vestíbulo visiblemente afectado por algo.
Tenía un humor de perros y no dejaba de mascullar por lo bajini una
sarta de amargas quejas e improperios. Su padre, Martín, sentado una
de las butacas del salón contempló impertérrito cómo su hijo
pasaba como una exhalación cerca de él, sin que éste lo saludase
ni hiciese el menor gesto de haberlo visto. “¿Qué
mosca le habrá picado?”,
se preguntó el padre. “Normalmente
viene contento de pasar tiempo con los amigos después de clase,”
pensó para sus adentros. Un portazo sonó estridente en el pasillo y
hasta los cuadros temblaron en sus colgaduras. Preocupado, Martín
decidió que, tras unos minutos de gracia, debía hablar con su
vástago. Fuese cual fuese el problema que estaba transformando a su
hijo de alguien amable y educado en una furia mitológica, Martín se
veía en la obligación de ayudar a superarlo o solventarlo,
dependiendo de la cuestión que le plantease su hijo. Después de un
rato razonable, se acercó a la puerta de la habitación de Martinet,
y llamó con un par de golpes.
“Martinet,
¿ocurre algo?,” preguntó
Martín. Silencio. Martín volvió a insistir: “Sabes
que puedes contar conmigo para intentar solucionar lo que quiera que
te esté avinagrando el carácter.”
La única respuesta que se oyó desde el fondo de la habitación fue
un “déjame
tranquilo”
apagado y sollozante. Martín se tomó la libertad de abrir un poco
la puerta y echar un vistazo. Allí estaba Martinet: tumbado boca
abajo en su cama, tapado con el edredón e inmóvil. El padre se
sentó suavemente en la silla del escritorio atestado de papeles,
tazas del desayuno de esa mañana y bolsas vacías de patatas fritas.
Apoyó su mano en lo que se suponía era la cabeza de su hijo y lo
acarició un par de minutos. Al fin, el pelo despeinado de Martinet
hizo acto de aparición junto con un rostro enrojecido por las
lágrimas. “Martinet,
¿qué te pasa? ¿Ha sucedido algo grave con tus amigos o en clase?,”
inquirió su padre. Con voz temblorosa por la rabia y el
desconcierto, Martinet le respondió: “La
vida no es justa. Todo lo malo me pasa a mí. Ya no puedes confiar en
nada ni en nadie.”
Con el ceño fruncido, Martín quiso conocer con más detalle el
motivo de la indignación que brotaba del pecho de su amado hijo.
“A
unos cuantos de la cuadrilla se les ha ocurrido entrar en el
hipermercado a robar bebidas, y a pesar de que algunos hemos
intentado quitarles la idea de la cabeza, al final nos han convencido
de que no pasaría nada, que tenían un método infalible para quitar
el sensor, y que lo importante era poder divertirse, hacer que la
adrenalina circulase por la sangre, pasarlo bien. El plan parecía
perfecto, de verdad, papá. Y justo cuando íbamos a salirnos con la
nuestra, el guardia de seguridad nos ha cogido a mí y a Fulano, y el
resto ha salido corriendo dejándonos tirados. Te lo estoy contando
porque pronto recibirás una notificación de la policía, y prefiero
decírtelo ahora. Estoy avergonzado y siento haber metido la pata de
esta manera. ¿Podrás perdonarme? Eso sí, en cuanto pille a los
fugitivos de la cuadrilla les voy a dar su merecido…,” contó
Martinet entre hipidos. Otra clase de padre hubiese cogido de una
oreja a Martinet y le hubiera echado una bronca de campeonato. Lo
hubiera castigado a cadena perpetua sin paga ni móvil ni salidas con
los amigos. Sin embargo, Martín, valorando la sinceridad y la
contrición de su hijo, decidió darle una nueva oportunidad.
“Mira,
hijo, debes recordar todo lo que te he ido enseñando a lo largo de
tu joven vida. Sabes que sirvo a Dios y que mi existencia está
dirigida por valores y principios regidos por la voluntad de Dios
expresada en su Palabra. No voy a castigarte ni a abroncarte. No
creas; ganas no me faltan. Pero creo que has aprendido la lección
más básica del mundo: los malos caminos nunca llevan a buenos
destinos. No obstante, quisiera compartir contigo unas palabras que
te van a ayudar a pensártelo dos veces antes de involucrarte en
pendencias, delitos y travesuras.”
Martín buscó en la estantería de la habitación de su hijo y cogió
un ejemplar de las Sagradas Escrituras que le había regalado hacía
ya varios años. Quitándole el polvo de un soplido, Martín abrió
la Biblia por el libro de Proverbios, concretamente en el capítulo
cuatro. Martinet se sentó rodilla con rodilla con su padre, y
retirando con el dorso de su mano un lagrimón de su mejilla, prestó
atención a los consejos que su padre le iba a dar.
“Escuchad,
hijos, la enseñanza de un padre; estad atentos, para adquirir
cordura. Yo os doy buena enseñanza; por eso, no descuidéis mi
instrucción. Yo también fui un hijo para mi padre, delicado y único
a los ojos de mi madre. Él me enseñaba, diciendo: “Retén mis
razones en tu corazón, guarda mis mandamientos y vivirás.””
(vv. 1-4)
Martín, alzando su mirada de estas palabras, observó a su hijo, a
la carne de su carne y sangre de su sangre. Era su viva imagen cuando
él mismo era joven e intrépido. Por supuesto, sus ojos eran de su
madre, y la forma de su barbilla le recordaba siempre a ella. Martín
recordaba también aquellos tiempos en los que se entregaba a la
presión de grupo, en los que se unía invariablemente a los
proyectos de dudosa moralidad que se proponía en la cuadrilla. A su
memoria venían recuerdos de fechorías y díscolas actividades, y de
cómo en una de estas transgresiones de la ley uno de sus amigos
había perdido la vida a causa de su mala cabeza. También rememoraba
ahora el modo en el que su padre lo había cogido por banda para
hacerle entrar en razón y para hacerle ver que estaba cometiendo
errores que tendrían consecuencias para su futuro.
“Debes
escucharme, Martinet. No voy a echarte el sermón para amargarte el
día, ni para hundirte más en la miseria, ni para cumplir mi
expediente como padre. Solo quiero aconsejarte, del mismo modo que
hicieron mis padres cuando la tontería se saldó con un precio
demasiado alto para ser pagado. Presta atención a mis palabras y
atesóralas en tu corazón. No hagas lo del “predícame padre, que
por uno me entra y por el otro me sale.” Si ahora te digo estas
cosas es porque te quiero, y deseo con toda mi alma que tomes en
consideración la vía de madurar y de pensar las cosas desde la
óptica de Jesús, en vez de lanzarse al fango sin ton ni son. Lo que
intento decirte es que entiendas que lo que la Palabra de Dios te
transmite en cuanto a tomar decisiones sabias y sensatas, en lugar de
dejarte llevar por lo que otras personas te digan.”
“Yo
también fui joven como tú, y mis padres trabajaron para inculcarme
valores cristianos y enseñanzas útiles para mi formación como
persona de bien. Algunas veces les hice caso, y otras preferí seguir
la corriente de mis amistades. Cuando puse en práctica los consejos
de ambos, las cosas me fueron bien. Cuando creí que podía hacer lo
que me viniera en gana junto a mis iguales, entonces cometí errores
que siguen estando en mi mente como cicatrices de una gran tragedia.”
“Mis
padres me amaban,”
prosiguió Martín. “Me
querían hasta el delirio. Incluso cuando me equivocaba y optaba por
tomar decisiones erradas, ellos estaban ahí para ayudarme y para
tratar de sacarme de los atolladeros en los que me metía por
voluntad propia. Y no cesaban de manifestar su cariño incondicional
a través de las meditaciones, los devocionales y las lecturas de la
Palabra de Dios. Yo no quiero que llegue el momento en el que algo
más que un furtivo episodio de robo llame a la puerta de este hogar.
Y por eso quiero transmitirte lo mismo que mis padres me ofrecieron:
la impagable y maravillosa sabiduría de vida que surge de la
reflexión bíblica y del aprendizaje espiritual. Mi padre siempre me
decía que debía retener y entretejer las enseñanzas de las
Escrituras en mi manera de pensar, de actuar y de hablar. Si quería
tener una vida provechosa, feliz y satisfactoria más allá de la
locura de la juventud, debía hacer mías cada una de las palabras
escritas en la Biblia.”
Martinet
asintió, todavía cabizbajo a causa del peso de su problema. “Lo
sé, papá. Dentro de mí sé que no debía haberme dejado embaucar y
engañar por mis supuestos amigos. Pero, es que, si uno quiere
encajar dentro del grupo, ha de demostrar que se está dispuesto a
arriesgarse a la hora de impresionar a los demás.” Martín,
lo miró de hito en hito, y respondió: “Hijo,
hay algunas acciones que te pueden marcar de por vida. Y has de saber
que el tiempo para impresionar a tus iguales pasará, y deberás
construir tu vida sobre decisiones acertadas y dirigidas por Dios si
quieres prosperar.” “Lo sé,” acertó
a decir Martinet mientras aguzaba el oído ante los consejos de su
padre.
Martín
siguió leyendo Proverbios 4: “Adquiere
sabiduría, adquiere inteligencia, no te olvides de ella ni te
apartes de las razones de mi boca; no la abandones, y ella te
guardará; ámala, y te protegerá. Sabiduría, ante todo, ¡adquiere
sabiduría! Sobre todo lo que posees, ¡adquiere inteligencia!
Engrandécela, y ella te engrandecerá; te honrará, si tú la
abrazas. Un adorno de gracia pondrá en tu cabeza; una corona de
belleza te entregará.” (vv. 5-9)
“Sé
que el impulso juvenil a veces nos ha hecho dar coces contra el
aguijón infinitud de veces, hijo. A menudo hemos creído que lo
sabíamos todo de la vida, que nadie, ni siquiera nuestros padres nos
podrían enseñar algo nuevo. Cuando llegamos a la adolescencia
pareciera que nos vamos a comer el mundo, y cuando comienzan a
asediarnos los problemas y las adversidades, entonces aprendemos que
el mundo es el que se nos come a nosotros. A fin de evitar este tipo
de situaciones ahora en tu juventud, procura siempre rodearte de
personas sabias, que saben lo que se hacen, que tienen experiencia y
han vivido lo que tú estás todavía empezando a experimentar. No
dejes de leer la Palabra de Dios en todo tiempo, para que tus días
se llenen de disfrute y deleite y así no se trunquen por los deseos
impetuosos de la juventud. Busca ser sabio, no en tu propia opinión,
sino procura empaparte de las enseñanzas espirituales que se
despliegan ante ti en la Biblia. No le des la espalda a las lecciones
que Dios quiere plantar en tu corazón, porque, lamentablemente, y te
lo digo, hijo, por propia experiencia, habrás de probar la hiel
amarga de las consecuencias,”
explicó Martín a su vástago mientras ponía una de sus manos en su
hombro.
Pensativo,
Martín retomó el hilo de sus argumentos: “Mira,
hijo. En esta vida se nos intenta vender la burra de que lo material
lo es todo, de que el consumismo y el capitalismo es lo que da
verdadero valor a un ser humano. Te verás tentado por toda clase de
atractivos que ofrece este mundo gobernado por Satanás. Pero si algo
has de tener de sobra siempre, en cada ocasión y circunstancia, es
sabiduría de lo alto, es temor de Dios. Así podrás vencer las
artimañas del maligno, evitarás unirte a las infracciones que tus
amigos cometen con la excusa de la diversión, y tu nombre será
reconocido como el nombre de alguien en quien se puede confiar, que
tiene un estilo de vida íntegro y que antepone siempre a Dios por
delante de todas las cosas. Cuando camines por el mundo, nadie tendrá
nada que reprocharte o echarte en cara, y la hermosura de un
testimonio digno de Cristo te abrirá muchas puertas, puertas que te
conducirán a la felicidad y a la gloria. Tal vez ahora que eres
joven no des importancia al valor de ser apreciado por ser honesto y
honrado, pero llegará un día en el que comprenderás la relevancia
de vivir coherentemente con tu fe en Dios.”
“Papá,
yo te considero un ejemplo real de lo que Dios puede hacer en la vida
de cualquiera que le busca. Yo mismo quisiera tener la fe que tú
tienes. Aún tengo muchas cosas que comprender, cosas a las que les
estoy dando vueltas desde hace algún tiempo. Y duele saber que no
puedes confiar en aquellos que quieres creer que nunca te dejarán en
la estacada. Todo es tan confuso y tan difícil de asimilar…,”
musitó Martinet con un deje de enojo. Martín, comprendiendo su
frustración, no quiso dejar pasar la oportunidad de clarificar lo
que es la vida para cualquier persona, y para cualquier joven en
particular. Volviendo al texto de Proverbios 4, siguió leyendo:
“Escucha,
hijo mío, recibe mis razones y se te multiplicarán los años de tu
vida. Por el camino de la sabiduría te he encaminado, por veredas
derechas te he hecho andar. Cuando andes, no se acortarán tus pasos;
si corres, no tropezarás. Aférrate a la instrucción, no la dejes;
guárdala, porque ella es tu vida. No entres en la vereda de los
impíos ni vayas por el camino de los malos. Déjala, no pases por
ella; apártate de ella, pasa de largo.” (vv. 10-15)
Martín
puso en las manos de su hijo la Biblia: “En
la vida solamente hay dos caminos. Que nadie te engañe diciéndote
que hay tantos caminos como personas hay en el mundo. Eso no es
cierto. Claro, todos tenemos nuestra historia, nuestras
circunstancias y nuestro contexto. Pero todos paseamos por esta
dimensión terrenal por dos clases de sendas. Si quieres ver cómo tu
vida se va por el retrete, si deseas que tu futuro sea un revoltijo
magmático de desdichas y miserias, y si ansías contemplar cómo
todos tus sueños y proyectos se van a pique, solo tienes que escoger
el camino de los perversos y de los delincuentes. Si quieres observar
cómo tu familia se derrumba, cómo tu salud se deteriora a ojos
vista y cómo la muerte viene a buscar lo que más quiere para
arrebatártelo sin compasión, únicamente debes dejarte llevar por
la corriente inmoral y depravada de este mundo. Roba, miente, sé
infiel, engaña, codicia, arrebata y déjate esclavizar por
sustancias estupefacientes y vicios infames. Este camino va cuesta
abajo, no debes esforzarte para nada, y su pavimento es suave y
llevadero. El problema es que te llevará directamente al infierno, a
la condenación eterna, a la perdición espiritual y carnal. ¿Quieres
engrosar la gran cantidad de personas que escogen esta autopista, y
malgastar tu vida, Martinet?”
Martinet
se quedó mirando a su padre con la boca bien abierta y los ojos como
platos. “Papá,
nunca te había visto tan serio y jamás te había escuchado decir
estas cosas con tanta rotundidad y preocupación,”
comentó Martinet. “Eso
es,”
replicó su padre, “porque
nunca me habías dado motivos como para presentarte la realidad de
los dos destinos eternos de esta forma tan lisa y llanamente. Te
quiero con todas mis entrañas, hijo. Y por nada del mundo quisiera
tener que verte recorriendo todos los tugurios de la ciudad rogando
por unas monedas con las que calmar tu adicción a la bebida. No
soportaría tener que recogerte en un callejón infecto bañándote
en tu propio vómito. No deseo imaginarte dando bandazos en esta
vida, sin propósito ni sentido, cayendo una y otra vez en los mismos
errores, cometiendo los mismos pecados y enfrentándote a la cárcel
o con la misma muerte.”
Un
atisbo de lágrima pugnaba por saltar de sus ojos vidriosos, algo que
no pasó desapercibido para su hijo. Martinet, dejando a un lado la
Biblia, tomó de las manos a su padre: “No
sabía que mis actos podrían afectarte tanto, papá.”
Martín, sus ojos arrasados ya en llanto, confirmaba este afecto
inefable, no sin acabar de dar una lección a su hijo sobre la
sabiduría que procede de Dios: “Hijo,
yo a la verdad me entristezco con solo pensar en lo que sería tu
vida sin Cristo y sin inteligencia espiritual. Pero hay alguien con
mayúsculas al que se le encoge el corazón cada vez que tú y yo no
hacemos aquello que es correcto, bueno y agradable a sus ojos: a
Dios.”
Recomponiéndose
un poco, Martín concluyó su charla paterno-filial del siguiente
modo: “Si
la certeza de que hay un camino que destruye vidas y descompone
semblantes no te mueve a meditar en la Palabra de Dios, si el temor a
ver en el arroyo todos tus planes y proyectos a causa del egoísmo y
el orgullo, quiero también que sepas que hay otro camino, un camino
más excelente y que hará que tu vida valga la pena ser vivida. Ese
camino es Cristo, el camino de la sabiduría y del discernimiento
espiritual. Si transitas por esta vía, una senda tortuosa,
sacrificada y estrecha, no exenta de amenazas y peligros, y sembrada
de pruebas y tentaciones, y lo haces cogido de la mano de Dios, tu
vida será como Dios diseñó que fuese desde el principio de todas
las cosas. ¿Tendrás luchas internas? Seguro. ¿Albergarás alguna
que otra duda? Te lo garantizo. Pero descubrirás que vivir según la
sabiduría de Dios te facilitará ser feliz, cuidar de tu familia,
tener un trabajo que realices con gozo para la gloria de Dios y
disfrutarás de cada instante sin el sobresalto de las trágicas
consecuencias de tu pasado.”
“Este
es el camino por el que intento andar cada día, pidiendo al Espíritu
Santo que me guíe y que me transforme a la imagen de Cristo. ¿Soy
perfecto? Sé que no lo soy, pero aspiro a serlo mientras obedezco y
asumo los valores y principios que brotan de la Palabra de Dios. Nada
me haría más feliz que aceptases voluntaria y personalmente la
salvación y el señorío de Cristo, lo sabes. Pero es una decisión
que tú mismo has de tomar. Espero que no haya sido demasiado pesado.
Comprende de nuevo que anhelo por encima de todo tu bienestar físico,
mental, emocional, y de manera sobresaliente, tu bienestar
espiritual. Dame un abrazo, hijo.”
Martinet se lanzó a los brazos cálidos y tiernos de su padre, y los dos lloraron como solo saben llorar los padres junto a sus hijos. La pelota estaba en el tejado de Martinet, y ahora él, y solo él, tenía la última palabra sobre sus amigos, sobre sus acciones y sobre el evangelio de salvación de Cristo.
¿Has tomado ya tu decisión? ¿Has hablado a tus hijos de la inmensa alegría que te llevarías al verlos a los pies de Cristo? ¿Les has explicado con sencillez y profundidad la realidad de los dos caminos, el de la sabiduría y el temor de Dios, y el de la impiedad y el pecado? No tardes mucho en hacerlo, porque el porvenir eterno de nuestros descendientes está en juego.
Os presentamos un nuevo material diseñado para reuniones de jóvenes en el que lo que prima es el estudio bíblico, el espacio para la reflexión sobre temas de actualidad y una plataforma desde la que compartir el modo en el que Dios trabaja en nosotros y a través de nosotros como jóvenes cristianos.
Este recurso irá saliendo cada mes y medio, y aquí os dejamos el primer enlace en Onedrive para que podáis descargarlo gratuitamente en vuestros dispositivos móviles, ordenadores, o para que tengáis la posibilidad de imprimirlos y tenerlos físicamente entre vuestras manos.
Esperamos que os guste y os animamos como jóvenes a seguir profundizando en la Palabra de Dios.