EL JOVEN Y EL ESPÍRITU SANTO (PRIMERA PARTE)

TEXTO BÍBLICO: 1 CORINTIOS 2:4-16; 3:16, 17; 6:17-20; 12:4-13

INTRODUCCIÓN

Cuando tratamos de hablar acerca del Espíritu Santo, nos damos cuenta de la gran cantidad de falacias que se han vertido en torno a su persona. Su enigmática labor y su etérea presencia lleva a muchas personas a interpretar su acción y su naturaleza en términos de una fuerza o energía espiritual que puede ser manejada, manipulada y utilizada para lograr una serie de intereses perversos en el seno de la iglesia. Mientras que un determinado grupo religioso ha arrinconado al Espíritu de Dios como si se tratase de una influencia susceptible de ser sometida a los dictados de confesiones, declaraciones y sortilegios varios, otro ha desequilibrado la balanza atribuyendo al Espíritu de Dios capacidades que no le corresponden o una eminencia excesiva en la adoración y en la oración.

El Espíritu Santo es Dios. Es una de las personas de la Trinidad, y por eso se le conoce por diferentes nombre que atestiguan esta realidad: Espíritu Santo, Espíritu de Dios, Espíritu de Cristo y Espíritu de verdad. Es uno con el Padre y con el Hijo, y por tanto, nuestra comunión con el Espíritu Santo debe ser identificada en ordena a reconocer en él la mismísima presencia de Dios.

Hemos de cultivar una relación estrecha con el Espíritu, pues este es exactamente un lazo inquebrantable e indivisible que nos une con el Dios Trino. Por eso Pablo, en su primera epístola a los corintios, cree necesario que la iglesia debe dar al Espíritu Santo el lugar que le corresponde, destruyendo la imagen parcial y utilitarista de éste y de sus dones. Este post es el primero de una serie de tres que tratará de acercarnos a un conocimiento más cercano y profundo del papel, obra y carácter del Espíritu Santo en la vida del joven.

A. EL ESPÍRITU SANTO NOS GUÍA A LA VERDADERA SABIDURÍA

El Espíritu Santo es poderoso para convencer al ser humano (vv. 4, 5)

“Mi predicación y mensaje no se apoyaban en una elocuencia inteligente y persuasiva; era el Espíritu con su poder quien os convencía, de modo que vuestra fe no es fruto de la sabiduría humana, sino del poder de Dios.”

Pablo no se enorgullecía de su oratoria y de su capacidad de convencimiento. No hacía como muchos hoy día, que se vanaglorian de su habilidad para reunir en torno a sí a multitudes. Estas multitudes se hallan hechizadas por una serie de técnicas demagógicas que han sido bien estudiadas para provocar la admiración de manera inmediata. El predicador se ocupa de poner por obra estrategias de dudoso origen para atraer al mayor número de personas con un mensaje atractivo y fácil de asimilar. Transforman la profundidad del evangelio en una serie de discursos superficiales y carentes de raíces y cimientos. Su empeño es agrandar su imagen a costa de un evangelio ligero y vacío de contenido.

En la actualidad, miles de estos charlatanes doran la píldora de la autoestima humana para llenarse los bolsillos de ganancias deshonestas. Sus peroratas, preñadas de
chistes e ilustraciones banales, e incluso de anécdotas de mal gusto, simplemente acarician el corazón del pecador, sin apelar a un arrepentimiento sincero delante de Dios.

El apóstol no pretendía imponer su altura teológica y su amplitud de conocimientos bíblicos. Simplemente deseaba que el Espíritu Santo hablase a través de él sin cortapisas ni obstáculos. Solamente anhelaba que el Espíritu de Dios colocase las palabras necesarias y oportunas, sin recurrir a las técnicas griegas de la retórica y la oratoria, sin matizar ni suavizar la verdad para que entrase sin herir susceptibilidades.

Pablo sabía que la verdad y la sabiduría no conocen de medias tintas, de subterfugios o de eufemismos. Por ello, su predicación y su mensaje evangélico no provenían de una pose afectada e hipócrita que subrayase sus dotes personales, sino que atribuía por completo su eficacia a la obra poderosa del Espíritu Santo.

Solo el Espíritu de Dios es capaz de convencer genuinamente al ser humano de su naturaleza pecadora. Nosotros podemos argumentar, afirmar y comunicar en el proceso de llevar a cabo nuestra misión como cristianos de anunciar el evangelio, pero no somos quienes para convencer a una persona de que tome una decisión tan importante y personal. Todos aquellos que ya hemos pasado por ese momento tan especial en el que el Espíritu Santo nos habló con claridad al corazón y nos persuadió de detenernos en el camino incorrecto por el que transitábamos, para continuar por la senda de la vida eterna en Cristo, sabemos que no fuimos engañados ni embaucados por otro ser humano.

El Espíritu de Dios manifestó su poder inmenso en nosotros de tal modo que, irresistiblemente, no nos quedó más remedio que aceptar la verdad de nuestra condición y el regalo de su salvación.

El Espíritu es nuestro maestro en la asignatura de Dios (vv. 6, 7, 9-11)

“Sin embargo, también nosotros disponemos de una sabiduría para los formados en la fe; una sabiduría que no pertenece a este mundo ni a los poderes perecederos que gobiernan este mundo; una sabiduría divina, misteriosa, escondida, destinada por Dios, desde antes de todos los tiempos, a constituir nuestra gloria… Pero según dice la Escritura: Lo que jamás vio ojo alguno, lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar que Dios tenía preparado para aquellos que lo aman, eso es lo que Dios nos ha revelado por medio del Espíritu. Pues el Espíritu todo lo sondea, incluso lo más profundo de Dios. ¿Quién, en efecto, conoce lo íntimo del ser humano, sino el mismo espíritu humano que habita en su interior? Lo mismo pasa con las cosas de Dios: solo el Espíritu divino las conoce.”

Existen cientos de disciplinas y ramas del conocimiento que se despliegan ante los ojos del ser humano: medicina, geografía, sicología, derecho, filosofía, zoología, etc. Sin embargo, cada una de estas materias se convierte en nada cuando no hay un deseo de aplicarse con ahínco en la asignatura pendiente de la vida: el conocimiento de Dios. Podemos ser excelentes médicos, abogados, sicólogos y filósofos, y no obstante, permanecer en la inopia de Dios. Es posible ser un grandísimo erudito en todas las parcelas de la ciencia, y sin embargo, ser un completo ignorante en cuanto al entendimiento de la voluntad de Dios para con este mundo.

Si nuestro conocimiento y percepción de Dios en los tiempos de nuestra juventud no es nuestra prioridad en la búsqueda de la sabiduría que se perpetúa en la eternidad, todos nuestros pensamientos carnales seguirán apresados bajo el yugo del pecado, y aunque fuésemos los más doctos y sabios de los hombres en cualquier asunto, de nada nos serviría para alcanzar la salvación. El ser humano necesita ser un alumno aventajado en el conocimiento de la verdadera sabiduría, esto es, del carácter y persona de nuestro Dios.

Esta sabiduría solo es accesible para aquellos que ya han confesado a Cristo, previa convicción de pecado y arrepentimiento impulsada por el poder del Espíritu Santo. Se trata de una sabiduría que el Espíritu divino está dispuesto a impartir a cada uno de los discípulos de Cristo a fin de santificarlos, conformarlos a la imagen de Jesús y conducirlos a la verdadera adoración de Dios Padre.

Las lecciones del Espíritu Santo, nuestro maestro en estas lides, contemplan el conocimiento de Dios en su máxima expresión, en sus atributos y en sus dones para con el ser humano. Es una sabiduría que va a describir una completa imagen de lo que seremos cuando nos hallemos ante la presencia de Dios en Su gloria. Es un conocimiento exclusivo de aquellos que le aman y que es destilado a través de Su Espíritu Santo, de tal manera que podamos ya gustar y deleitarnos en la esperanza del galardón que Dios ya ha preparado de antemano para nosotros en los cielos. El Espíritu Santo es el mismo Dios, y Pablo lo remacha incidiendo en que el Espíritu que opera como maestro de la sabiduría de lo alto conoce de primera mano todo aquello que es Dios y todo aquello que Dios demanda de cada uno de nosotros.

Haríamos bien en prestar atención a las clases diarias que el Espíritu Santo desea inculcarnos. No cabe duda de que cuando nos concentramos en aquello que el Espíritu nos quiere enseñar, nuestras vidas van a estar más llenas del apetito por cumplir la voluntad de Dios. Es un privilegio poder contar con la inagotable ayuda del Espíritu de Dios en nuestro anhelo por alcanzar un mayor entendimiento de Dios y de su propósito sabio y perfecto para cada uno de nosotros.

El Espíritu Santo nos auxilia a la hora de tomar las decisiones correctas (vv. 8, 12-16)

“Ninguno entre los poderosos de este mundo ha llegado a conocer tal sabiduría, pues, de haberla conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria… En cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para poder así reconocer los dones que Dios nos ha otorgado. Esto es precisamente lo que expresamos con palabras que no están inspiradas por el saber humano, sino por el Espíritu. La persona mundana es incapaz de captar lo que procede del Espíritu de Dios; lo considera un absurdo y no alcanza a comprenderlo, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser valoradas estas cosas. En cambio, la persona animada por el Espíritu puede emitir juicio sobre todo, sin que ella esté sujeta al juicio de nadie. Porque ¿quién conoce el modo de pensar del Señor hasta el punto de poder darle lecciones? ¡Ahora bien, nosotros estamos en posesión del modo de pensar de Cristo!”

Siempre he creído que el mayor regalo que Dios dio al ser humano cuando fue creado, fue el libre albedrío. Esta capacidad para decidir y elegir era algo bueno en gran manera. Lamentablemente, cuando el pecado comenzó a habitar el corazón del hombre, esa facultad bendita fue trastornada. La humanidad comenzó a tomar decisiones erradas y a elegir el mal como su estilo de vida. Sus elecciones iban siempre encaminadas a cometer atrocidades contra el prójimo y a maldecir el nombre de Dios.

Esta dinámica no ha cambiado desde los tiempos del Edén, y es precisamente esta dinámica de las malas elecciones la que trae dolor, amargura y caos al mundo. Por ello, la humanidad cometió el más abyecto de los crímenes habidos y por haber: el asesinato del inocente, la muerte alevosa y premeditada de Cristo, la crucifixión vergonzosa del Hijo de Dios, aquel que no vino a condenar, sino a salvar al pecador.

El ser humano que solo piensa en sí mismo nunca va a entender el amor de Dios por él. Es incapaz de percibir el precio tan alto de su redención, es incompetente para asimilar la verdad del evangelio, y qué podríamos decir de su incapacidad de reconocer su pecado y necesidad de Dios. Para esta clase de personas, el evangelio es un absurdo, es una locura, es la fe de una serie de fanáticos, de crédulos y de locos. En su empleo de la lógica y de la razón, dones también dados por Dios para que administrase correctamente el hombre, se han olvidado de que la esfera de lo espiritual también es un hecho. La sed y el hambre del ser humano por llenar el vacío existencial de su alma es una realidad comprobable que todos y cada uno de nosotros hemos experimentado hasta que el Espíritu Santo de Dios nos persuadió de nuestra insensatez y ceguera espiritual.

El Espíritu Santo, a través de su intervención milagrosa y efectiva en el alma humana, pretende desterrar esta manera de vivir pecaminosa y mundanal. Intenta que apreciemos en su justo valor el don de la salvación por medio de Cristo, que valoremos con mayor énfasis el regalo del perdón y de la santificación. Quiere que dejemos atrás aquellas malas decisiones que solo nos acarrearon problemas, desgracias y consecuencias funestas.

El Espíritu de Dios alberga la intención de que, como jóvenes, vayamos desprendiéndonos paulatinamente de nuestras elecciones egoístas para fundamentar nuestro libre albedrío en la mente de Cristo. La luz que nos da continuamente el Espíritu de Vida nos ayuda a ver la ingente cantidad de bendiciones con que nuestro Dios nos colma. Una vez llenos del Espíritu Santo, nada ni nadie podrá echarnos nada en cara, puesto que cada una de nuestras elecciones tiene su punto de apoyo en aquel que no cometió pecado y que en obediencia a Dios, entregó su vida en sacrificio por nuestra dureza de cerviz.

CONCLUSIÓN

Ahora, nuestra meta como jóvenes es ser llenos del Espíritu Santo, dejando que su voz siga convenciéndonos de aquellas cosas que hacemos desastrosamente mal, que su enseñanza eficaz nos muestre la grandeza y magnificencia de Dios en todo su esplendor, y que su presencia diaria y su sabiduría superior impregnen cada decisión que vayamos a tomar de ahora en adelante.

Da gracias a Dios por enviar al Espíritu Santo, por medio del cual, sabemos con certeza que Dios está con nosotros y en nosotros.