ROL JUVENIL EN TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

En estos tiempos de confinamiento obligatorio a causa de la pandemia global de coronavirus, la juventud, y de manera especial, la juventud que ama y sigue a Cristo, debe dar la talla. Todos los esquemas anteriores en los que nos basábamos para vivir nuestros años de adolescencia y juventud se han ido resquebrajando hasta límites insospechados. La dinámica vital que cada uno de nosotros estábamos desarrollando en el contexto de la normalidad, si es que puede decirse de este modo, y de la cotidianidad, ha sido trastornada de una forma violenta y traumática.

Cualquier plan que tuviéramos en mente se ha volatilizado junto con nuestra necesidad de transitar libremente por este mundo. Nuevas formas de trabajar, estudiar y relacionarse han tenido que surgir de las cenizas de un futuro incierto y dramáticamente oscuro. Las costumbres ininterrumpidas que considerábamos parte de nuestra esencia e identidad están convirtiéndose en algo que parece que queda atrás, en tiempos más felices. No cabe duda de que nuestras vidas han sido afectadas virulentamente por una enfermedad que se contagia mucho más rápido de lo que nuestros gobernantes y científicos habían imaginado, y ahora debemos plantearnos nuestro rol social, espiritual y psicológico a la luz de esta nueva y enigmática coyuntura.

No sé si tú que me lees, eres víctima de esta epidemia, o conoces a personas que están en cuarentena, pasando el mal trago del contagio, ingresado en algún hospital o UCI, o si sabes de alguien que ha fallecido a causa de este terrible enemigo prácticamente invisible. Tal vez piensas que estar encerrado en tu casa sin poder dar un abrazo a tus amistades, sin pasar tiempo real con tu familia y sin la posibilidad de reunirte con tu comunidad de fe, es una auténtica tortura. Te subes por las paredes, te haces carne de “challenges,” intentas planificar las horas muertas haciendo papiroflexia, abdominales o leyendo esos libros que tenías cubiertos de polvo. Bailas todo el repertorio del Tiktok, duermes como un lirón en temporada de hibernación, y comienzas a tener mono de deporte televisado.

Consumes series y películas sin parar, te atiborras de chucherías, cupcakes y pizzas caseras, y tus hermanos pequeños o tus hijos han traspasado las fronteras de tu paciencia. Quizá has sido objeto de un ERTE, o te ha tocado bajar las persianas de tu negocio, o buscas la manera de teletrabajar sin que tu volumen de eficacia y eficiencia descienda a causa de las distracciones hogareñas. La frustración, la monotonía elevada al cuadrado, las complicaciones tecnológicas o una claustrofobia del quince te están agriando el carácter y te están influyendo negativamente en términos mentales…

No es una buena época para ser joven. Si ser joven es vivir a todo trapo la libertad de movimientos, de relaciones y de decidir qué hacer en cada momento, hoy ésta ha sido restringida sin que podamos rechistar. Podemos quejarnos, pero en el fondo sabemos que todo debe hacerse para ser solidarios y colaborar para preservar la salud de otros. Los tiempos de ese individualismo tan acendrado en el que vivíamos está desapareciendo en favor de la comunidad. Ahí tenemos videos de personajes que rompen el estado de alarma para desplegar su individualismo de pacotilla, sin la consideración y empatía necesaria en la actualidad, diciendo al mundo que le importa un bledo, que primero es él y sus circunstancias. Y ahí los vemos, trotando por un parque como si nada fuese con ellos, viajando a segundas viviendas, escalando montañas, celebrando botellones y desafiando la sensibilidad de sanitarios y cuerpos de seguridad del estado. La época en la que cada uno hacía lo que bien le parecía ha terminado, al menos hasta que este problema sanitario sea solventado.

Es la hora de la comunidad, de una comunidad espiritual que se comunica a través de las redes sociales, de los métodos tecnológicos, de los chats y de los videos en directo desde los hogares. Es la hora de la comunidad, de una comunidad en la que todos, jóvenes y ancianos, niños y adultos, hombres y mujeres, nos mostramos más agradecidos que nunca a aquellos que velan por nuestra seguridad y salud. Es la hora de la comunidad, de una comunidad recuperada en nuestros bloques, calles y urbanizaciones que se unen en torno a un mismo objetivo común: luchar a brazo partido contra este Covid-19 que está arrebatando el oxígeno a miles de personas. Es la hora de la comunidad, de una comunidad que ha dejado de lado las ideologías políticas y las comodidades que les brindaba su idiosincrasia personal, en favor de la solidaridad, de la colaboración, de la obediencia y del servicio mutuo. Es la hora de la comunidad, de aquella comunidad despreciada por el egoísmo y el orgullo personalista, que ahora brinda consuelo, esperanza y firmeza unida a aquellos que la conforman.

Como jóvenes, hemos de dar la talla dentro de nuestra comunidad recobrada a causa de un adversario común que se ceba precisamente con el individuo que asegura altivamente que no necesita la ayuda de nadie. Como jóvenes, tenemos un papel sumamente relevante que cumplir en nuestros hogares. Necesitamos reconectar con nuestras familias, especialmente con nuestros padres y abuelos. Hace mucho tiempo que dejamos de valorar a nuestros progenitores y mayores, y hoy tenemos la increíble oportunidad de beber de su sabiduría, de su historia y de sus consejos experienciales. Tenemos la posibilidad de recuperar la relación rota, desgastada o deshilachada que teníamos con nuestros padres, así como releer nuestra propia historia como jóvenes desde los recuerdos que éstos tienen de nosotros. Ya que vamos a pasar mucho tiempo juntos entre cuatro paredes, debemos dejar a un lado la automarginación de nuestro cuarto y de las redes sociales alienantes, y compartir tiempos de charla, diálogo y conversación que se habían olvidado tiempo atrás.

Otro de los roles importantísimos y nucleares de nuestra generación, debe ser el de promover la innovación de métodos y estrategias creativos que nos permitan construir una nueva manera de entender la comunidad. No hemos de perder la frescura, el descaro y el anhelo de progreso en el encierro. Todo lo contrario. Somos llamados a idear y crear espacios y contextos virtuales que traspasen las distancias impuestas, a involucrar a nuestros mayores en la readaptación digital y virtual, a aprovechar nichos de negocio desde el emprendimiento tecnológico, y a lograr contenidos devocionales que impacten e inspiren espiritualmente a un mundo, tan necesitado como el nuestro, de esperanza, fortaleza y fe.

Dios nos ha dado una serie de dones espectacularmente especiales, un conjunto de talentos formidables, y unos recursos sin precedentes con los que poder alcanzar con el evangelio a nuestros amigos, familiares y desconocidos. Diseñar, maquetar, dibujar, programar, componer, filmar, grabar, bailar, son solo algunos de los materiales de los que estamos hechos, y todos pueden ser empleados para la gloria de Dios incluso en medio de la situación tan lamentable que nos toca afrontar.

Jóvenes, es la hora de reaccionar a esta pesadilla que nos come la moral día tras día. Quedan tres semanas para que el estado de alarma termine, o por lo menos es lo que deseamos con todas nuestras fuerzas. Ansiamos recuperar nuestra vida anterior al coronavirus, y anhelamos volver a demostrar nuestro amor y cariño a nuestros seres queridos cuanto antes. Todo depende de ti y de mí. De nuestra obediencia civil, de nuestra fe en que esto podrá ser superado si remamos en el mismo barco, y de nuestra confianza en las promesas de Dios para sus hijos.

Que las cuatro paredes no te limiten ni te impidan ser quién eres. Sigues siendo libre en Cristo, y esta libertad no conoce ni de muros, ni de barrotes, ni de virus asesinos: “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno.” (1 Juan 2:14)

#practicaelcaserismo

MEDICINA DE FE PARA LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

TEXTO BÍBLICO: SANTIAGO 5:13-18

En estos días estamos descubriendo o trayendo a la memoria que existen circunstancias en la vida que siempre nos alcanzan. No importa lo mucho que corra el tiempo, que tratemos de eludirlas con mayor o menor habilidad o que intentemos por todos los medios posibles protegernos contra ellas, siempre llegan a nuestra vida para tocar el timbre de nuestras existencias. La muerte, los impuestos, las responsabilidades familiares, los fracasos o las relaciones sociales son cuestiones que tarde o temprano se presentan ante nosotros para propiciar una reacción, sea positiva o negativa. Otra de estas situaciones que no podemos esquivar aunque pongamos todo de nuestra parte por que no haga su aparición en nuestra carne, hueso y alma es la enfermedad, elemento con el que hemos de lidiar en estas fechas.

La enfermedad en toda su amplia variedad de síntomas y efectos comenzó a ser una realidad en el preciso instante en el que el ser humano en el huerto del Edén sucumbió a la tentación de ser como Dios en su sabiduría y poder. Después de que el fruto prohibido fuese mordisqueado tanto por Adán como por Eva, los estragos y consecuencias de la desobediencia flagrante contra Dios comenzaron a aparecer, de tal manera que la inmortalidad corporal se trastornase a favor de una corrupción paulatina de los tejidos, los músculos y los órganos corporales.

Tal vez la muerte no apareció fulminante y definitiva en el primer ser humano, pero sí que comenzó a ejercer su trabajo de zapa y deterioro tanto en la mente como en el cuerpo. La enfermedad de este modo se erigió en compañera inseparable de la propia muerte, demostrando al ser humano que sus días sobre la faz de la tierra tendrían límite, uno cada vez más restringido, hasta que el polvo volviese al polvo de manera inevitable.

Todos los seres humanos nos vemos sujetos a la enfermedad y al malestar físico por muchos esfuerzos que los estudios médicos, farmacológicos y científicos apliquen sobre sustancias y medicinas. La enfermedad sigue cada día cumpliendo su papel en nuestras vidas, dejando en nosotros la huella reconocible de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad por encontrar por nosotros mismos una vida eterna que nos aleje completamente del abrazo contagioso de la muerte.

Esta también era una realidad en medio de la iglesia de Cristo. La enfermedad era, según una mentalidad hebrea, una expresión externa y orgánica de un malestar interior, espiritual. Por eso, en los relatos de los evangelios, podemos comprobar que cuando Jesús sana a paralíticos, ciegos o leprosos, a la vez se añade el componente del perdón de pecados tras verificar la fe de los enfermos.

Del texto de hoy podemos aprender varias lecciones. Pero antes de entrar a profundizar en ellas, es preciso ubicarnos correctamente en el contexto de las instrucciones de Santiago. Anteriormente a esta serie de consejos de índole eclesial e individual, expone ante los receptores de esta epístola la inquietud que muchos creyentes tenían ante la segunda venida de Cristo. El tiempo pasaba y nada sucedía. Lo equivocado de una tesis escatológica que esperaba el retorno de Cristo durante el tiempo de los apóstoles, provocaba en los miembros de las primeras iglesias varias preguntas relacionadas con la salud y la muerte de algunos testigos oculares de la ascensión de Jesús a los cielos.

¿Qué ocurría con aquellos que morían expectantes ante la proximidad de la parusía de Cristo? ¿Por qué las enfermedades se cebaban en algunos de los miembros de las iglesias si éstos habían sido justificados en virtud del sacrificio vicario del Señor?

No olvidemos que el mismo Pablo considera que la enfermedad en el seno de la comunidad de fe también obedecía al pecado de tomar indignamente la Santa Cena. Aquellos que no discernían con sinceridad y seriedad el mensaje y el simbolismo subyacente en la participación de los elementos de la Cena del Señor, y aquellos que no habían realizado un examen personal que englobaba el arrepentimiento, la confesión y la petición de perdón por parte de Dios, sufrían ya por aquel entonces el pago por su hipocresía, burla y menosprecio de la celebración de la Santa Cena: “Ahí tenéis la causa de no pocos de vuestros achaques y enfermedades, e incluso de bastantes muertes. ¡Ah, si nos hiciésemos la debida autocrítica! Entonces escaparíamos del castigo.” (1 Corintios 11:30, 31).

Por lo tanto, es menester considerar que la enfermedad en la iglesia, aunque no siempre, sí en ocasiones, más de las deseadas, era una señal de que algo nefasto y oscuro habitaba en el corazón del miembro de iglesia.

A. UNA PÍLDORA DE FE PASE LO QUE PASE

“¿Sufre alguno de vosotros? Que ore. ¿Está gozoso? Que alabe al Señor.” (v. 13)

Santiago considera en esta batería inicial de preguntas cualquiera de las circunstancias por las que cualquier hermano de la iglesia pueda estar pasando. Con dos simples cuestiones engloba el conjunto de experiencias que el creyente vive en el día a día. ¿Quién no ha sufrido alguna vez? Creo hablar en nombre de todos los creyentes del mundo si digo que todos hemos padecido, que todos hemos tenido que pasar por tragos muy amargos y que todos hemos recibido el hachazo de terribles noticias. El sufrimiento también es compañero inseparable de la muerte y del pecado.

El solo hecho de vivir en este mundo ya nos expone a momentos de tristeza, amargura y tribulación, dado su carácter injusto, cruel y odioso. Y si a esto añadimos que ser cristianos hoy día no está muy bien visto que digamos, que muchos hermanos en otras latitudes mueren por esta causa y que por predicar a Cristo somos tachados de fanáticos, intolerantes y arcaicos, la cosa no pinta mucho mejor. El sufrimiento forma parte, lo queramos o no, de nuestra existencia, y eso Santiago lo sabe. Por eso, mientras el pueblo de Dios espera ansioso la venida de Cristo, debe orar a Dios en el nombre de Cristo.

Podemos llorar, lamentarnos y quejarnos por nuestras circunstancias adversas, todas ellas relacionadas con la pandemia global de coronavirus, pero eso no cambiará nada. Solo añadirá mayor pena y angustia a nuestras vidas. Pero si acudimos a Dios en oración, si entablamos un diálogo fructífero con Aquel que conoce mejor nuestro porvenir y si exponemos ante Él nuestras cuitas y problemas, no ha de cabernos ni la menor duda de que va a estar a nuestro lado hasta la que tormenta haya cesado y un cielo despejado nos marque el camino hacia la verdadera felicidad que se halla en Cristo.

Lo mismo sucede con nuestros momentos alegres y felices. ¿Quién no ha reído sin parar en una reunión de amigos? ¿Quién no ha disfrutado de las cosas buenas y sencillas de la vida? ¿Quién no ha llorado de gozo al sostener en sus manos una nueva vida que nace? ¿Quién no se ha emocionado al ver cómo una persona perdida y destruida es transformada por el poder redentor de la sangre de Cristo? Ante circunstancias positivas y gozosas también nuestra alabanza ha de dirigirse en oración a nuestro buen Dios. Nuestra gratitud ha de elevarse como olor fragante ante nuestro Padre que está en los cielos, el cual nunca se cansa de derramar su gracia y misericordia sobre nosotros. Con una sonrisa abierta de par en par en nuestros rostros, el agradecimiento de corazón ha de emocionar también a nuestro Señor.

El problema surge cuando la alegría, el regocijo y la felicidad en nuestras vidas se convierten en el olvido de Dios. Si hiciésemos un estudio estadístico sobre la frecuencia y contenido de nuestras oraciones y plegarias a Dios, descubriríamos sin lugar a error, que pedimos más que agradecemos. Como las cosas nos van a las mil maravillas, ya no nos preocupamos por ser agradecidos a Dios. Como no hay necesidades ni preocupaciones en determinados instantes de nuestro recorrido vital, dejamos de lado un apartado crucial en nuestra comunicación con Dios como es la adoración, la alabanza y la acción de gracias por los beneficios con que nos colma día tras día. Si llueve, ora, y si sale el sol, habla con Dios. La oración en nuestra vida devocional personal nunca debe cesar pase lo que pase y ocurra lo que ocurra.

B. LA ORACIÓN COMUNITARIA DE FE SANA

“¿Ha caído enfermo? Que mande llamar a los presbíteros de la Iglesia para que lo unjan con aceite en el nombre del Señor y hagan oración por él. La oración hecha con fe sanará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que haya cometido.” (vv. 14, 15)

Como dijimos anteriormente, la enfermedad va íntimamente ligada a las consecuencias del pecado. Si la enfermedad no es tratada convenientemente desde el punto de vista médico, el futuro no será nada halagüeño para el paciente. Si el malestar físico persiste en su proceso destructivo, será preciso recurrir a la gracia divina para que pueda ser solucionado definitivamente. El creyente que se encuentre en esta dramática tesitura tiene a su alcance no solo su propia oración desesperada, sino que también posee la preciosa oportunidad de que la iglesia al completo pueda interceder en oración ante Dios por su dolencia.

Los representantes de la iglesia, los presbíteros o ancianos, se convierten de este modo, no en personas especialmente imbuidas de un poder sobrenatural que otros miembros no detenten, sino en garantes de que toda la comunidad de fe se vuelca fervientemente en solicitar de Dios un milagro sanador. No son los presbíteros los que curan, ni es el aceite, signo del poder del Espíritu Santo, el que sana, ni las palabras las que restauran al enfermo. Es Dios mismo, invocado en el nombre de su amado Hijo, el cual escuchando con agrado los ruegos de compasión y fe de sus hijos, el que renueva alma y cuerpo del doliente.

La oración de fe comunitaria será el punto de apoyo de todo un proceso curativo que contempla tanto lo físico como lo espiritual. Así nos lo asegura Santiago al decirnos que si la plegaria elevada a Dios es ferviente, la sanidad será una realidad en el creyente sufriente. Esta oración de fe en la que todo el pueblo de Dios participa con sinceridad y misericordia es una oración en la que no solo se habrá de rogar la curación de la enfermedad, sino que también se pedirá por el perdón de los pecados del enfermo.

La sanidad de Dios en Cristo es una sanidad integral y holística, puesto que abarca tanto la mente y el cuerpo como el alma y el espíritu. En ese perdón de Dios en Cristo, el creyente se verá completamente restaurado y restablecido de sus dolores y malestares, proyectando esta sanidad hacia un mayor crecimiento espiritual y una más grandiosa certeza del poder salvador de Dios.

C. LA ORACIÓN DE FE DEMANDA CONFESIÓN MUTUA Y PERSEVERANCIA

“Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la oración perseverante del justo. Ahí tenéis a Elías, un ser humano como nosotros: oró fervientemente para que no lloviese, y durante tres años y seis meses no cayó ni una gota de agua sobre la tierra. Luego volvió a orar, y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto.” (vv. 16-18)

Santiago continúa enfatizando la importancia tan grande que la oración comunitaria tiene para la sanidad de los miembros y para la consecución de formidables empresas. Santiago considera que la confesión mutua de pecados es una práctica muy edificante si se realiza según los parámetros de la discreción, la justicia y el amor que las enseñanzas de Jesús señalan en estos casos. Desgraciadamente esta costumbre aconsejada por el escritor de la epístola no es una que llevemos normalmente a cabo, seguramente entre otras razones, por no identificar esa práctica con la confesión auricular catolicorromana, por tener temor a las murmuraciones e indiscreciones, por albergar un miedo a lo que otros pensarán de ellos, o por recelar de un trato distinto tras la confesión de un pecado escandaloso.

Esto, en resumidas cuentas quiere decir que no existe una verdadera y plena confianza entre los hermanos de la iglesia como para confesar y declarar los pecados con fines terapéuticos, restauradores y edificantes. Sin embargo, es deseable que exista en la iglesia una atmósfera de comprensión, amor, perdón y discernimiento tal que pudiese propiciar la confesión mutua de pecados.

Por otro lado, la oración del justo, es decir, del que no tiene miedo de confesar sus pecados a sus hermanos y que tiene confianza y fe en el poder sanador de Dios, ha de ser perseverante. A veces pensamos que con una oración Dios ya se va a dar por aludido y que nos va a sacar las castañas del fuego de manera inmediata. Esa no es la realidad que Santiago expone. La oración de fe no se cansa nunca de rogar, agradecer, adorar e interceder tal como escribe Pablo: “Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes.” (Efesios 6:18).

A Dios le gusta que acudamos siempre sin desmayar ante su trono para darnos aquello que necesitamos. Como el mismo Santiago expresa al comienzo de esta epístola, muchas veces no sabemos pedir porque pedimos mal, porque le pedimos para nuestros deleites y caprichos en vez de pensar en aquello que más nos conviene. Sin desesperarnos, nuestras oraciones de fe han de alcanzar la presencia de Dios, sometiendo humildemente nuestras vidas y circunstancias bajo la poderosa mano del Señor. Elías comprendió esta dimensión espiritual de la oración y cuando alzó su voz en oración a Dios, tuvo en cuenta la voluntad soberana de su Señor, de tal manera que lo que parecía imposible fue hecho, y lo que parecía absurdo se hizo realidad.

CONCLUSIÓN

La oración de fe alcanza sus máximas cotas de poder cuando es Dios el que transforma nuestras vacilantes y balbuceantes palabras en vida, salud, salvación y perdón. Sea cual sea la situación, y de forma especial la que estamos viviendo en términos sanitarios, Dios espera de ti y de mí que nos dirijamos a Él reverente y humildemente en oración, y así tener comunión continua con Aquel que mejor nos conoce y que mejor sabe qué necesitamos.

Confiemos más en nuestros hermanos para que en la confesión mutua, y en estos tiempos, a distancia y por medio de canales digitales, podamos despojarnos de pecados ocultos que solo lastran nuestra trayectoria espiritual y que obstaculizan el desarrollo a la madurez de nuestras vidas.

Por último, no dejemos de orar buscando siempre que el poder maravilloso y asombroso de Dios sea desplegado en nosotros y en toda la tierra hasta que Cristo regrese en gloria y esplendor, y hasta que esta pandemia global del Covid-19 remita y sea desarraigada por completo de nuestras vidas.