¡ESE ERES TÚ!

TEXTO BÍBLICO: 2 SAMUEL 11:26-12:13

Esta es la historia de dos hombres muy distintos. Aunque vivían en la misma localidad y eran convecinos, nadie hubiera dicho que pudiesen tener algo en común. Felipe era un magnate de las finanzas, un tiburón de la bolsa, y residía en una gran mansión en la que celebraba fiestas y saraos hasta bien entrada la noche. Lo tenía todo y aún quería más. No se conformaba con ser una de las personas más acaudaladas de la ciudad, y siempre trataba de conseguir incluso aquello que pudiese resistírsele.

Martín era un humilde trabajador que repartía propaganda por los buzones y que de vez en cuando podía aspirar a conseguir unas horitas limpiando un bar cercano tras su cierre. Su casita de una planta se hallaba justo en la parcela anexa a la de Felipe, por lo que el contraste entre la riqueza y la pobreza se hacía más patente. Solía escuchar el jolgorio y la algarabía de las fiestas de postín de Felipe, aunque no le envidiaba. Su pasión era poder pasar el poco tiempo que tenía junto a su querida y hermosa hija. Para él, su joven hija lo era todo, y sería capaz de quitarse el pan de la boca para dárselo a ella. Era una bella joven, inteligente, obediente y llena de virtudes. Martín había quedado viudo dos años atrás y no le quedó más remedio que luchar a brazo partido cada día para conseguir que su única y amada hija pudiese acceder a estudiar en la universidad.

El trato que había entre Felipe y Martín era inexistente, aunque cada uno conocía bien al otro. Un día Felipe recibió una visita muy importante a su mansión. Se trataba del presidente ejecutivo de un conglomerado industrial con muchísimo poder e influencia en el mercado financiero. Felipe lo agasajó con todos los caprichos habidos y por haber, pero la visita quería algo diferente para saciar sus deseos más lujuriosos. Deseaba que Felipe le consiguiese una chica virgen con la que tener relaciones sexuales. Felipe, sabiendo que de la satisfacción de este ejecutivo dependía mucho dinero en el futuro, se acordó de la hija de su vecino.

Aprovechando que Martín se hallaba trabajando, Felipe engatusó a la bella joven con promesas vacías, y entre mentira y mentira, consiguió llevarla a su mansión. Cuando la hija de Martín quiso darse cuenta de las intenciones de Felipe, fue demasiado tarde. Con gran violencia, el ejecutivo la golpeó hasta desmayarla y así consumar uno de los más deplorables y abyectos actos que un hombre puede hacer con una mujer indefensa: la violación.

Medio muerta y con el rostro entumecido por los golpes furiosos del ejecutivo, la hija de Martín logró escapar de la mansión para refugiarse en su pequeña casita mientras sollozaba desconsoladamente ante su injusta suerte. ¿Cuál ha sido tu reacción ante un caso tan espeluznante? ¿No te has sentido capaz de vengar el ultraje cometido contra la hija de Martín? ¿No te hierve la sangre ante tamaño crimen? Seguro que sí. Si permaneces impasible ante una historia así, o tu sangre es horchata, o has visto demasiadas cosas en la vida real que han endurecido tu alma.

Este relato ficticio es una realidad en muchos lugares de este mundo. El débil es pisoteado sin misericordia por el poderoso, el pobre es acogotado por el rico, la mujer es despreciada como carne de consumo sexual y el menesteroso recibe las burlas de los ladrones de guante blanco. ¿Cómo no habríamos de indignarnos ante casos de violencia flagrante y de destrucción de la dignidad del ser humano?

A. INJUSTICIA AJENA Y PROPIA (vv. 1-6)

Esta historia no es más que una adaptación contemporánea de un relato que el profeta Natán narró al rey David. Es una historia inolvidable porque toca la fibra más sensible de nuestra conciencia y de nuestro sentido de la justicia. Es una historia que nos recuerda que todos podemos llegar a cometer injusticias contra los demás. Es una historia que desenmascara a un rey, despojando a sus actos pecaminosos de su capa de racionalización. Es una historia que habla directamente al corazón de nuestra inclinación a hacer el mal por razones peregrinas y caprichosas. Es una historia que de algún modo nos ha retratado, trayendo a nuestra memoria ocasiones en las que hemos desobedecido a Dios manipulando al prójimo. Es, en definitiva, tu historia y mi historia.

Al igual que Natán dejó que David juzgase cuál debía ser la sentencia condenatoria para el hombre rico que se apropió de lo que no era suyo, arrebatando lo que más quería otro ser humano, esta historia nos habla de nosotros robando sin compasión la felicidad de los demás.

Es muy fácil acusar a los demás de ser injustos. Es muy sencillo escuchar una historia como la que Natán cuenta a David y señalar con el dedo acusador a otros. Resulta un ejercicio muy interesado percibir la injusticia en terceros en vez de notarla en nosotros mismos. Me gusta cómo Natán reacciona inmediatamente ante la sarta de penas y castigos que David quisiera aplicar al rico de la historia. Le dice con rotundidad aquello que David nunca querría escuchar: “¡Ese hombre eres tú!” (v. 7).

Lo que el profeta de Dios quiere conseguir es que David, después de un año y pico de desobediencia abierta a la voluntad del Señor, recapacite y se dé cuenta de la mentira en la que está viviendo.

¿Estás tú viviendo una mentira? ¿Existen en tu vida pecados no confesados o prácticas que no son agradables a los ojos de Dios, pero que excusas con argumentos que ni tú mismo te crees? ¿Hay en tu corazón un peso que no deja que tengas una comunión feliz y completa con Dios? Si es así, no esperes a que un profeta de Dios venga a contarte una historia que tú ya conoces.

Desembarázate del pecado que te asedia arrepintiéndote del tiempo y de las consecuencias que éste ha causado y sigue causando en tu vida y en la vida de otros. Confiesa abierta y sinceramente tu desobediencia y rebeldía ante Cristo para que él pueda perdonarte y librarte de la maldición que conlleva el pecado no confesado.

B. BENDECIDOS Y DESAGRADECIDOS (vv. 5-12)

Natán no solo recrimina a David exponiendo la oscuridad de su corazón, sino que le recuerda que Él le había dado todo, y que su conducta pecaminosa en relación con Betsabé iba a traer cola. Su familia iba a sufrir el precio de sus actos. Sus hijos se sublevarían contra él, el hijo que esperaba de Betsabé moriría, y el ejemplo de su lascivia, adulterio y asesinato sería una mancha que nunca se borraría del comportamiento de sus descendientes.

El pecado que se guarda en lo profundo del alma corrompe y pudre el espíritu. Cuando cometes una acción contraria a los designios de Dios y no solicitas inmediatamente su perdón con arrepentimiento genuino, ese pecado va creando una especie de costra pétrea en nuestra conciencia. Esta dura capa justificará cada acto pecaminoso como necesario o con una importancia relativa según el momento y la ocasión. Esto es justamente lo que había pasado con David. En vez de presentarse contrito ante Dios por su cúmulo de errores y crímenes, decide casarse con la viuda de Urías, Betsabé. En lugar de reconocer su metedura de pata, decide vivir como si aquí no hubiese pasado nada.

Dios había bendecido enormemente a David, y sin embargo, éste había optado por desear más de lo que debía tener. A nosotros nos pasa exactamente lo mismo. El Señor nos colma con aquello que necesitamos, pero esto no nos basta; queremos beber de cisternas rotas y llenas de arena, anhelamos satisfacer los deseos concupiscentes de nuestra carne y deseamos ir más allá de lo que Dios permite en su Palabra santa. Así luego pasa lo que pasa.

Las consecuencias de nuestros pecados nos alcanzan y los efectos de nuestras equivocadas acciones pueden llegar a acabar con la felicidad y la vida de los que nos rodean. Todo por no confiar en la provisión de Dios y por no contentarnos con las grandes y abundantes bendiciones que el Señor nos ofrece día tras día.

C. CONFESIÓN Y ARREPENTIMIENTO

Como hemos podido comprobar en la Palabra de Dios, cualquier historia personal que en ella es contenida, habla más de nosotros de lo que podríamos imaginarnos. David era aquel hombre injusto y merecedor de la muerte. Tú y yo también lo somos si en nuestras vidas todavía existen pecados que creímos enterrados en el olvido, pero que suelen emerger a la superficie para recordarnos que sus consecuencias aún siguen vivitas y coleando.

Como al final hizo el rey David (v. 13), examina tu corazón en este instante y no seas remiso a confesar cualquier transgresión o iniquidad que pudiese estar obstaculizando tu comunión con Dios y tu relación con alguien que conoces y que está sufriendo por causa de éstas.

Desahógate ante Dios en este momento y expón sin temor ese pecado que no te deja descansar, que hace que te remuerda la conciencia, y no dudes en tratar de arreglar aquello que pudo haberse roto por razón de ese pecado que decidiste tragar y ocultar en el abismo de tu corazón.

Arrepiéntete y confiesa tu pecado, para que el Señor enjugue tus lágrimas, perdone tu delito, ponga paz en tu alma, y te ayude a no volver a tropezar de nuevo con la misma piedra.