Thanksgiving Day: Mucho por lo que estar agradecidos

TEXTO BÍBLICO: MATEO 7: 7-11

INTRODUCCIÓN

Hoy en lugares de otras latitudes celebran un día muy especial: el Día de Acción de Gracias. Más allá de idiosincrasias culturales o folklóricas, siempre es buena idea detenerse por un instante para valorar la provisión que Dios derrama sobre nosotros, en nuestra juventud. Por ello hemos de meditar el alcance de esta provisión divina a la luz de las palabras de Jesús en el Sermón del Monte.

Desde su caída en desgracia a causa de su desobediencia y orgullo insensato, el ser humano siempre ha sufrido necesidades y ha ido descubriendo carencias que evidenciaban el resultado nefasto y dramático de sus malas decisiones. Pasar de un entorno en el que la provisión divina se ajustaba perfectamente al alcance de su mano; en el que la perfección en la satisfacción de cualquier necesidad era absolutamente increíble; y sentir con disfrute la comunión y presencia de Dios, y así alegrar el alma y el espíritu, a otro medio ambiente hostil, donde era una verdadera tortura tener que hacer crecer y florecer el alimento con el sudor y el esfuerzo cotidiano; donde la tierra, si no era cultivada convenientemente solo produciría espinos y malas hierbas; y donde la ruptura espiritual y emocional con Dios iba a desembocar en el crimen, el asesinato y la mentira, fue tal vez el mayor error de la historia de la humanidad.

Mientras el ser humano se humillaba delante de Dios y reconocía su dependencia de la misericordiosa mano provisoria del Señor, nada había de faltar en cuanto a las necesidades más perentorias, e incluso abundaban las bendiciones no solicitadas como un regalo de gracia que alegraba el corazón. Pero cuando el mortal de turno pretendía lograr el éxito y la felicidad con la limitada agudeza de su intelecto y con las menguantes fuerzas de sus brazos, ignorando el amor y la compasión de Dios, y rechazando cualquier don que pudiese provenir de los cielos, la desgracia se declaraba hasta terminar dantescamente en miseria y muerte.

Nuestro ser, en todos los aspectos que lo conforman de manera fundamental, tiene necesidades, más allá de cualquier deseo o capricho que se quiera inventar ese veleidoso enemigo del ser humano que es su tendencia e inclinación a ansiar lo que no le conviene. Tenemos necesidades físicas básicas como la comida, el agua o el abrigo de las inclemencias meteorológicas. Tenemos necesidades intelectuales propias de la imagen de Dios a la que fuimos asemejados, queriendo conocer más y más de nuestro alrededor, de nuestras profundidades metafísicas, de lo desconocido. Tenemos necesidades afectivas o emocionales, en el sentido de sentir que nos falta algo si no nos relacionamos con otros seres humanos en distintos ámbitos como la familia, el matrimonio, las amistades, las uniones ideológicas y religiosas.

Y tenemos, como no, aunque queramos esconderlas u obviarlas, necesidades espirituales que resuenan como un eco ignoto en nuestras conciencias, en nuestra alma y en nuestro espíritu, demandando responder a cuestiones que se relacionan a nuestros orígenes, nuestro propósito de vida, el más allá tras el telón de la muerte, y la sensación de que existe algo o alguien que nos supera y que está más allá de nuestra finita imaginación. Todas estas necesidades deben ser cubiertas, pero la pregunta que nos hacemos al respecto es: ¿Quién o qué podría colmar y satisfacer de manera completa y plena cada una de estas necesidades?

Según el diccionario, una necesidad es “la expresión de lo que un ser vivo requiere indispensablemente para su conservación y desarrollo.” Es decir, que para poder sobrevivir en el inhóspito mundo en el que desarrollamos nuestra plenitud como personas y seres vivos, existen factores que deben ser provistos inmediatamente, ya que de otro modo, su falta de satisfacción produciría resultados negativos evidentes, como puede ser una disfunción o incluso el fallecimiento del individuo, tanto fisiológico como espiritual. Si en un arrebato humanista, queremos pensar erróneamente que el ser humano es capaz por sí mismo de satisfacer cada una de las necesidades que tiene, el desastre está servido a la vista de cómo funcionan nuestras sociedades supuestamente avanzadas y nuestras civilizaciones presuntamente civilizadas.

La historia y la experiencia más real y cruda nos demuestran cada día que el afán del ser humano por cumplir las expectativas de felicidad que alberga en su interior, solo es una quimera y una imposibilidad. Tal vez podamos saciar nuestros vientres con comida y nuestras gargantas con agua, al menos en la parte del mundo en el que nos ha tocado vivir, pero ¿qué hay de las miles y miles de personas que no tienen nada que llevarse a la boca y que fallecen a causa de la inanición y la sed en la otra cara mala del mundo?

Alguien externo a nosotros mismos debe mostrar compasión por nuestros inútiles e improbos esfuerzos por construir un sistema social justo, de bienestar y perfecto, donde las necesidades dejen de existir. Ese Alguien que supervisa el estado de cosas de todo el universo, ante el que se pliegan todas las circunstancias de la historia y todos los elementos creados visibles e invisibles, es Dios. Solamente Él puede cumplir con su Palabra de proveernos de todo lo necesario para nuestra conservación y desarrollo integral.

Por provisión, estamos hablando de “proporcionar lo necesario o conveniente para un fin determinado.” Esta palabra que tanto usamos los cristianos proviene del latín “providere”, que significa “ver con antelación” y que se relaciona con la otra palabra casi idéntica “prever”. Cuando Dios provee, además prevé, esto es, que examina con la suficiente antelación qué podemos necesitar y la solución a la necesidad ya se halla preparada en sus manos a la espera de ser dada en el instante debido y oportuno. Veamos qué dice Jesús sobre esta provisión de Dios.

  1. LA PROVISIÓN ES UNA SECUENCIA QUE EMPIEZA CON NOSOTROS Y TERMINA CON DIOS

Jesús, tras abordar la idoneidad de juzgar equilibrada y sensatamente al prójimo versículos antes, ahora opta por entregarnos una serie de promesas de parte de Dios en cuanto a la satisfacción de cualquier necesidad que nos pudiese acuciar en este plano de la existencia. Comienza enumerando tres acciones que el ser humano debe llevar a cabo para que en consecuencia pueda acceder a las bendiciones provisorias de Dios: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.” (vv. 7-8). Pedir, buscar y llamar son acciones que voluntaria y voluntariosamente debe realizar cada discípulo de Jesús para recabar de Dios el auxilio y socorro oportuno.

Esto nos da pie a comparar el modo en el que nuestros congéneres, menos generosos y cariñosos, nos dan cuando pedimos, nos ayudan a encontrar cuando buscamos algo, o nos abren cuando llamamos a sus puertas. Por lo general, cuando pedimos algo que necesitamos de verdad a alguien, suelen sucederse las típicas normas de devolución, porque la gente pocas veces da, y en la mayoría de las oportunidades, prestan, y con intereses. A menudo ya ni pedimos, a menos que estemos realmente desesperados y superados por las circunstancias adversas, porque tenemos miedo de la respuesta que provenga de labios del que se ha de convertir en acreedor.

Qué podemos decir de hacer un mínimo intento por buscar respuestas en la consulta de sesudos y sabihondos intelectuales y filósofos. En cuanto algunos interrogantes son suscitados en nuestro fuero interno, todo el mundo va a ayudarnos a pensar como ellos desde sus preferencias ideológicas, pero nunca darán pie a permitirnos buscar la verdad y la justicia por nosotros mismos. Lo mismo sucede con llamar a las puertas de otros en un momento de carestía. Es más fácil encontrarnos con puertas cerradas a cal y canto, en el sentido literal y metafórico del corazón, que con puertas abiertas a la compasión y la piedad.

No obstante, con Dios no es así. Cuando pedimos, no necesitamos cumplimentar mil documentos burocrácticos que nos permitan el acceso a la santidad y benevolencia de Dios, ni siquiera es procedimental ser una persona perfecta en todos los aspectos, lo cual es imposible se mire por donde se mire. Tenemos la posibilidad de pedir en oración a Dios, justo desde donde estamos, aquello de lo que tenemos necesidad, y sin falta esa petición será un hecho. A la experiencia personal me remito. Cuando buscamos paz, justicia y verdad en un mundo que se halla inmerso en guerras, terrorismo, desajustes brutales en la distribución de la riqueza, o relativismos morales, el único lugar en el que tras buscar sincera y auténticamente las encontraremos, es la presencia de Dios por medio de su Palabra viva.

Cuando llamamos a su puerta, una entrada franca para aquellos que creen en su poder, providencia y salvación, ésta se habrá de abrir sin problemas para que puedas recibir desbordadamente de su amor y su inagotable provisión, bien sea fisiológica, intelectual, emocional o espiritual. Contamos con la fidelidad inalterable de Dios de que siempre cumple su palabra, a diferencia de la infidelidad y la deslealtad propias del ser humano, la cual es suficiente garantía de que recibiremos a su debido tiempo y en su debida forma aquello que necesita nuestra vida para ser preservada y para crecer. Dios es consecuente con sus promesas, pero la secuencia siempre comenzará con nuestra iniciativa de confesión y reconocimiento dependiente del Soberano del universo.

  1. LA PROVISIÓN ES UNA CUESTIÓN PATERNAL Y CELESTIAL

Sabiendo que Dios espera con gozo y alegría que acudamos a Él para ser receptores de su gracia y provisión ilimitadas, Jesús quiere ilustrar esa realidad realizando una comparativa entre lo que significa ser un padre terrenal y lo que es Dios como Padre: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (vv. 9-11).

Todos aquellos que somos o hemos sido padres reconocemos que nuestra manera de criar a nuestros hijos ha sido imperfecta. Claro, hemos intentado hacer todo lo posible por educarlos desde el respeto por los demás, desde los mandamientos de Dios y desde los principios de conducta que nos parecían correctos e idóneos. En muchos casos nos hemos desvivido por inculcarles el temor de Dios y un estilo de vida ajustado a una moral cristiana definida por nuestra visión de lo que está bien o mal. Sin embargo, ¿en cuántas ocasiones hemos hecho lo contrario de lo que predicábamos a nuestros hijos y éstos han sido testigos de nuestra incoherencia? ¿En cuántas oportunidades creímos que estabamos haciendo algo en su beneficio, y en realidad lo que ansiábamos es que cumpliesen con nuestras expectativas personales? ¿Nos acordamos de instantes en los que salió lo peor de nosotros mismos a causa de circunstancias externas estresantes que pagamos con ellos? Querramos o no, hemos de reconocer nuestra incompetencia como padres terrenales en muchos momentos de la crianza de nuestros retoños.

Un atenuante a nuestra imperfecta manera de instruir a nuestros hijos, es que a pesar de ser malos y de ejercer injusta y desproporcionadamente nuestra disciplina sobre nuestros descendientes, nos hemos deslomado y sacrificado sin fisuras por que ellos recibieran incluso más y mejor que cuando nosotros eramos a nuestra vez hijos. A veces, hasta nos hemos pasados tres pueblos, y hemos contribuido a que ya no nos pidan para sus necesidades básicas, sino que nos imponen la obligación de que resolvamos su visión materialista de lo que para ellos ahora supone una necesidad. Pero eso ya es harina de otro costal.

Lo cierto es que ni hemos dado piedras ni serpientes a nuestros hijos, sino todo lo contrario, hemos removido cielo y tierra para cubrir sus necesidades más imperiosas. Pues imaginémonos lo que Dios como Padre celestial puede hacer por nosotros. Nuestro Padre con mayúsculas, que nos conoce de pies a cabeza, que es testigo de nuestras gamberradas, que vela para que nada nos suceda y que piensa en nosotros las veinticuatro horas del día, 365 días al año, 366 si es bisiesto, ¿cómo no va a mostrarse pronto para satisfacer cualquiera de nuestras necesidades? Él tiene el poder absoluto sobre todas las cosas, y no dudará en demostrarte su amor y cuidado de las maneras más milagrosas y alucinantes.

Solo hay que pedir con sabiduría, guiados por el Espíritu Santo, con humildad y reconocimiento de nuestra dependencia de su gracia abundante, y Él responderá como Padre amoroso y tierno que es desde la eternidad y hasta la eternidad. Ninguno de sus hijos ha sido defraudado o decepcionado por su auxilio y sostén.

CONCLUSIÓN

El seguidor de Cristo puede estar completamente seguro de que la solución a sus problemas de necesidad y carestía estarán perfectamente cubiertos por su Padre que está en los cielos. El propio Jesús pudo ser testigo de ello, precisamente en los momentos más críticos de su vida y ministerio. A diferencia de lo que nos pueda “dar” este mundo, Dios nos ofrece justo lo que necesitamos en el tiempo debido.

A diferencia de lo que podamos “buscar” en nuestro entorno humano, siempre encontraremos en Jesús el camino, la verdad y la vida, y a diferencia de la puerta a la que podamos llamar en este mundo mortal, la puerta al Padre solo es una y siempre estará abierta a causa de la cruz de Cristo. No tengamos temor, Dios suplirá nuestras necesidades cuando en oración y súplica fervientes acudamos confiadamente a su trono de gracia y salvación. Detengámonos por un instante en esta jornada para darle gracias por su ayuda y protección, y para darle la gloria que Él solo merece.