AGRADANDO COMO CRISTO

TEXTO: ROMANOS 15:1-3

No siempre podemos agradar a todo el mundo. No siempre podemos actuar como los demás desean, ni hemos de asentir ante cualquier comentario que se nos haga. No podemos consentir la injusticia o la mentira por mucho que amemos a una persona, así como no podemos tolerar actos de terceros que menoscaben nuestra fe y nuestros principios. Por desgracia, en múltiples ocasiones preferimos agradar a los demás para tener la fiesta en paz. Transigimos para evitar males mayores o para no enfadar al amigo. Intentamos agradar a los demás para hallar su aceptación, para poder unirnos a un grupo determinado que nos gusta o para demostrar nuestra admiración a alguien.

Agradar en estos días que corren se ha convertido en sinónimo de hipocresía. Muchas de las cosas que llevamos a cabo para agradar a alguien tienen un interés o un motivo. Para alcanzar determinadas cosas, somos capaces de dejar a un lado nuestra ética cristiana. Con el objetivo de lograr nuevas aspiraciones en la vida, preferimos, por desgracia, despojarnos de nuestra vestidura de verdad y sinceridad. Agradar por tanto, se convierte en una actuación momentánea y efímera que persigue el “por el interés te quiero, Andrés.”

Cuando llevamos el agradar a alguien al escenario de la comunión fraternal de la iglesia, muchas cuestiones surgen en nuestras mentes: “¿A quién debo agradar? ¿Y cómo debo hacerlo sin parecer un hipócrita? ¿Cuál ha de ser mi modelo a la hora de agradar?”

Pablo conocía las respuestas a estas preguntas, ya que él mismo era un gran observador de la naturaleza humana en acción, sobre todo cuando examinaba la realidad de la iglesia de Cristo a la que pertenecemos tú y yo. Temas de conciencia como comer la carne ofrecida a los ídolos, prejuzgar al hermano o cumplir con las festividades del calendario judío, eran asuntos que provocaban diferencias y debates en la iglesia primitiva, y ante los cuales Pablo manda una serie de exhortaciones y consejos prácticos.

A. AGRADARNOS A NOSOTROS MISMOS (v. 1)

“Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos.”

¿Acaso agradarse a uno mismo es malo? ¿Poder disfrutar personalmente de la vida y todo lo que nos ofrece es un acto negativo? Por supuesto que no. Resultaría algo incongruente pensar que no debemos agradarnos a nosotros mismos. Como jóvenes creyentes buscamos seguir creciendo en la fe de Cristo, así como ejercitar la libertad que él conquistó para nosotros en términos de conciencia. Velar por nuestras necesidades, practicar aquello que nos gusta o cuidarnos espiritual y materialmente no debe ser un problema. Pablo, hablando de la comida y de las observancias religiosas, pide al creyente maduro que no menosprecie al hermano más débil por no alimentarse de la carne ofrecida a los ídolos. El cristiano maduro sabe que “nada es inmundo en sí mismo” (Romanos 14:14), pero ofende al que cree que sí es así cuando intenta imponer su criterio particular.

Convertimos el agradarnos a nosotros mismos en algo malvado cuando entorpecemos con nuestro testimonio a otros hermanos que están comenzando a gatear en el camino de Cristo. Para unos bailar y disfrutar de un tiempo de diversión mesurada es algo bueno, que no desagrada a Dios y que permite que el gozo y la alegría fluyan tras una semana de duro y arduo trabajo y estudio. Sin embargo, para otros hermanos a los que amamos, esto les puede suponer un problema de conciencia. A estos, Pablo les dice: “El que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.” (Romanos 14:3) Es decir, que ni el creyente firme en la fe debe menospreciar al más débil, ni el débil ha de obligar al cristiano más fuerte que él a hacer lo que él desee: “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.” (Romanos 14:12)

El creyente con mayor trayectoria espiritual tiene una gran responsabilidad para con el más débil. En su amplio conocimiento del amor de Dios y del amor que debe mostrar para con sus hermanos, ha de soportar las flaquezas de los débiles: “No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió.” (Romanos 14:15b)

Esto no quiere decir que hemos de renunciar a hacer un uso razonable de nuestra libertad de conciencia y que los débiles se llevan el gato al agua. Lo que quiere decir es que agradarnos a nosotros mismos implica que no hemos de entrar en vanas disputas que no llevan a ningún lado, enseñando a los más débiles a crecer y fortalecerse en Cristo para que lleguen a discernir correctamente lo que implica la libertad que Cristo nos dio. Los que llevamos más años en la fe hemos de recordar siempre que no siempre fuimos fuertes y que también pasamos por tiempos de debilidad y endeblez en nuestro peregrinaje personal.

B. AGRADAR A LOS DEMÁS (v. 2)

“Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación.”

Agradar a los demás también es algo bueno en gran manera. Provocar una sonrisa, aplaudir un logro personal o ayudar a nuestro prójimo en aquello que necesite son maneras muy positivas de agradar a nuestro semejante. Apoyar a un hermano que se encuentra en dificultades, alentarlos cuando se quedan sin fuerzas o interceder ante Dios por ellos son formas de agradar a aquellos que comparten nuestra fe y nuestra esperanza. Sin embargo, Pablo desea que nuestro modo de agradar a los demás esté bien dirigido. No nos dice que agrademos al prójimo en todo. Sabemos que no podemos ni debemos agradar al hermano en cualquier cosa: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano.” (Mateo 18:15)

A menudo, muchos de nuestros jóvenes acuden a nosotros para que confirmemos y justifiquemos actos que no agradan a Dios. Otras veces, desean de nosotros que les digamos justamente lo que quieren oír. Intentan que estemos de su parte incluso en circunstancias de dudosa calidad o que participemos de actividades que estimamos no son las más propias de un creyente en Cristo.

Pablo nos exhorta a agradar a nuestro semejante en lo que es bueno. No podemos ser cómplices de conductas perversas ni convertirnos en testigos mudos de prácticas totalmente contrarias a lo establecido por Dios en Su Palabra. Él mismo tuvo sus más y sus menos con el propio Pedro: “Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar… Cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?” (Gálatas 2:11,14)

No debemos encogernos de hombros y dejar que nuestros hermanos más débiles y jóvenes se vean arrastrados por la desobediencia o la dejadez. Como hijos de Dios y hermanos en Cristo que somos, solo podemos auxiliar y actuar en consecuencia con aquello que es bueno, y no con cosas que atentan contra el buen nombre de la iglesia y de Dios.

Pablo afina aún más en su percepción de lo que significa agradar al hermano, ya que habla de hacerlo para edificación del prójimo. No solo agradamos en lo bueno, sino que además lo hacemos para fortalecer, afirmar y cimentar la vida de nuestro querido hermano. Por tanto, todo aquello que no redunde en un beneficio espiritual para la vida del hermano, o todo aquello que impida e imposibilite que el hermano crezca saludable en Cristo, debe ser rechazado. Cualquier consejo que demos a nuestros hermanos más jóvenes siempre debe dirigirse a que ellos lleguen a ser como Cristo. ¡Qué mejor modo de agradarles que acompañarlos día tras día hasta su madurez en el evangelio!

C. AGRADAR COMO CRISTO AGRADÓ (v. 3)

“Porque ni aún Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí.”

¿Qué modelo es el más apropiado para hallar el equilibrio entre agradarme a mí mismo y agradar a los demás? Sin duda, este modelo es Cristo: “Haya, pues, este mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Filipenses 2:5-8)

Cristo es nuestro ejemplo claro sobre lo que significa agradar, ya que no agradó únicamente a Su Padre Celestial al que amaba, sino que agradó sin condiciones a pecadores irredentos como nosotros. No se fijó en la mancha de pecado que nos había cubierto, sino que en su increíble amor, dio su vida para perdonar y limpiar la nauseabunda oscuridad que anidaba en nuestro interior.

Los insultos y las provocaciones de los que somos objeto recayeron por completo en Cristo, y en ese mismo espíritu de sacrificio y amor, Dios desea que agrademos a los demás: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quién llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.” (1 Pedro 2:21-24)

Nuestra manera de agradar a los demás según el estándar de Cristo radica en seguir “lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación.” (Romanos 14:19) Agradar como Cristo agradó, en definitiva, supone agradar a Dios en obediencia y servicio, “porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres.” (Romanos 14:18)

Cristo no se alineó con los hipócritas y los que pretendían agradar a Dios con sus públicas expresiones de piedad y religiosidad. Nunca toleró la maldad que supuraba de los corazones podridos de los que ansiaban el poder y la autojusticia. Nunca dejó de agradar a Dios, de cumplir Su voluntad en su vida por agradar artificialmente a los poderosos e influyentes líderes religiosos de la época: “Porque el que me envió conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada.” (Juan 8:29)

CONCLUSIÓN

Joven, atiende al ejemplo que Cristo te brinda en aquello que se relaciona con agradar a tu prójimo y a Dios. Agrada amando, pero siempre colocando tu mirada en las instrucciones bíblicas.

Agrada a tu hermano para que crezca en el conocimiento de Dios, y así tú también te agradarás a ti mismo sin sombra de egoísmo, por cuanto recibirás recompensas espirituales que surgirán del gozo de ver como este hermano madura y se afirma en las verdades de Dios.

Agrada a Dios antes que a los hombres, y podrás constatar que a pesar de lo difícil que esto puede llegar a ser, y más en la época de la juventud, abundantes beneficios y bendiciones recibirás de tu Padre que se goza al ver que obedientemente cumples con Su voluntad. Agrada a Dios, y Él nunca se separará de tu lado.

¿DEBEMOS TOMARNOS LA JUSTICIA POR NUESTRA MANO?

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 12:19-21

INTRODUCCIÓN

Hoy quisiera confesar algo. Algo que formó parte de mi infancia y que, gracias a Dios se superó justo en la adolescencia. Yo tuve el infortunio de ser el objeto del bullying de casi toda mi clase de EGB. No sé qué vieron en mí los matones de mi clase, si fueron mis gafotas, o que conocía las respuestas a las preguntas de mis profesores antes que ellos, o que, simplemente, era un desgarbado y flaco ejemplar de friki o empollón que tenía todos los números para ser apalizado. Me salvaba que, si les hacía los deberes antes de entrar a clase, o les dejaba mis libretas con las soluciones a los problemas que nos ponía el profesor de Mates, el maltrato se espaciaba y podía vivir un poco más tranquilo.

¿Sabéis? Cuando alguien que está padeciendo toda clase de abusos verbales, físicos y psicológicos durante un periodo prolongado, pueden pasar dos cosas: o que el afectado coja una depresión de caballo y llegue a pensar incluso en el suicidio, o que, harto ya de tantas palizas y burlas, se dedique a elaborar un plan de venganza al estilo del Conde de Montecristo. Los dos caminos son terribles.

Yo opté por no hundirme. Gracias a Dios tenía una familia que me quería, y unos amigos que no eran de mi clase que me aceptaban y que hacían que me lo pasara genial fuera del entorno escolar. Pero sí que llegaron a sacarme de mis casillas, y aunque no hice como hacen algunos que ya están psicológicamente mal en algunos centros educativos de Estados Unidos, y que se lían a tiros contra sus compañeros, profesores y contra quiénes se pongan en medio, la verdad es que necesitaba que se enterasen de una vez por todas que donde las dan, las toman. Sabía que, si me vengaba de ellos, seguramente me iban a linchar, pero había algo dentro de mí que decía que ya era suficiente, que hasta aquí hemos llegado, y que mis compañeros abusones debían recibir una lección humillante y vergonzosa.

Como ya os dije, los gamberros y demás seguidores siempre se copiaban mis deberes. Un día, alguien robó el examen que un profesor nos iba a poner un par de días después, y le hizo una fotocopia. La gran idea que se les pasó por la mente, que no era precisamente estudiar, era que me pasaran el examen, que yo contestara a todas las preguntas, que todos se hicieran copia de las respuestas, y así solamente tenían que memorizarlas, en lugar de hincar los codos o hacerse chuletas, lo cual les costaba un gran trabajo hacer.

¿Qué iba a hacer yo ante la presión de mis “queridos” y descerebrados compañeros de clase? Decidí que este era mi momento de ejecutar mi venganza. En lugar de contestar a las preguntas de forma correcta, me inventé las respuestas. Los cenutrios de mis compañeros ni siquiera echaron un vistazo al libro de texto para cotejar las respuestas con la información del libro, imaginaos. Así pues, todos se aprendieron de memoria las contestaciones, pensando alegremente que iban a sacar una matricula de honor de primera categoría. El día llegó, todos hicimos el examen, y lo entregamos al profesor. Claro está, yo sí contesté a las preguntas correctamente, así que cuando el maestro corrigiese los ejercicios, tendría un solo sobresaliente, el mío, y veintitantos suspensos de cero patatero. En ese instante yo estaba feliz como una perdiz. Al fin había consumado mi venganza, había hecho justicia, y esto les enseñaría a no menospreciarme.

El día de la entrega de notas llegó. Cuando el profesor dijo a toda la clase, que no solamente habían suspendido todos, menos un servidor, sino que todos, fijaos lo cortitos que eran, habían escrito exactamente las mismas respuestas equivocadas, las caras de los presentes se quedaron más blancas que una pared de cal a causa de la sorpresa. De la blancura se pasó al color rojo subido de aquellos que habían entendido por fin que habían sido burlados por mí, y yo, a pesar de que me estaba partiendo de la risa en ese preciso momento, entendí que en cuanto sonase el timbre de fin de clase, tenía que correr más rápido que Usain Bolt, si no quería que una jauría de matones me zurrase hasta decir basta.

En ese episodio, aprendí que, aunque la venganza y el ánimo de ejercer la justicia que se me había quitado eran sensaciones que dan un subidón de aúpa, y que te hacen sentir bien después de tantos padecimientos, la situación de bullying no iba precisamente a desaparecer, sino que iba a empeorar. Y así fue hasta que empecé a ir al instituto, y allí ya no me tropecé con ninguno de esos merluzos.

  1. THE PUNISHER

Esta es una historia que le pasa a muchos chicos y chicas durante su tiempo en la escuela y el instituto. Y aunque lo que nos pida el cuerpo es devolver mal por mal, si pensamos con la suficiente cabeza fría, entenderemos que lo único que estaremos haciendo es perpetuar una situación que solo tiene un final, y que no es precisamente agradable o apetecible: una multa, una expulsión, un castigo, una serie de cargos judiciales o, sí, incluso la muerte. La verdadera justicia no es la que impartimos nosotros al estilo Frank Castle en la serie The Punisher, donde un hombre ve impotente cómo matan a su esposa y a su hijo, y decide poner punto final a la vida de aquellos que le arrebataron lo que más quería. En el transcurso de la venganza, los daños colaterales pueden ser enormes. Querer tomarse la justicia por su propia mano, lo margina del resto de seres humanos, lo aísla de una sociedad que no es perfecta, y endurece tanto su corazón, que ya le es difícil amar o siquiera distinguir entre lo que está bien y lo que está mal.

Y es que, para vengarse, no solamente es necesario tener una actitud obsesiva, una rabia interna que impulse cada paso que das hacia la destrucción del que te ha herido. También necesitas ser capaz de comprender y asumir que el ciclo de la venganza nunca acabará contigo o con la persona a la que dañes. Los que te aprecian se enfrentarán a pecho descubierto contra los que apreciaban al objeto de tu ira y de tu vendetta. Y así hasta que solo existan tumbas, heridas sin cicatrizar y almas rotas. Así actúa la justicia que nosotros creemos que es la que se debe aplicar. Es como si dijéramos a Dios que no necesitamos que nos eche un cable al respecto. Es como si pensáramos que nosotros podemos ser juez, jurado y verdugo en el mismo pack. Es como si desplazáramos a Dios de nuestro radio de acción, porque nosotros sí que sabemos cómo juzgar a los demás, ya que somos perfectos y completamente objetivos.

¿Has visto alguna vez de qué manera se representa la justicia? Se la simboliza con una mujer que tiene los ojos vendados mientras sostiene una balanza en la que se pesan las acciones buenas y malas de los acusados. Y tiene los ojos tapados porque la justicia no fía su acción a los sentimientos, a las emociones o a los caprichos subjetivos, sino que es absolutamente objetiva, y no quiere sentenciar a nadie con un castigo que no se merezca, o con una pena que sea desproporcionada con respecto al delito cometido.

Sé que has visto como personajes e individuos que conoces personalmente o que han aparecido en los medios de comunicación, perpetran acciones injustas y cometen crímenes realmente abominables, y, sin embargo, al comparecer delante de la justicia, son puestos en libertad sin cargos, o se les condena a cumplir una serie de penas que dan pena y risa a la vez. Seguro que dentro de ti te harás la misma pregunta que todos podemos llegar a hacernos ante esta triste realidad: ¿No hay justicia en este mundo? ¿No habrá alguna manera de que esta gentuza pague por sus delitos y crímenes en esta vida?

Lamentablemente, existen personas que son culpables de atrocidades y que viven a todo tren, y que además se ríen de nosotros, de la sociedad, en la cara. ¿Y qué harás tú al respecto? ¿Armarte con una ametralladora al estilo Liam Neesson y convertirte en un justiciero que acabe con el mal que hay sobre la faz de la tierra? ¿Crees que esa es la solución? Que yo sepa, existen tres secuelas a la película “Venganza,” así que, creo que esta no es la forma de resolver esta clase de circunstancias.

  1. LA VENGANZA Y LA JUSTICIA SON COSA DE DIOS

Muchas veces creemos que todos los seres humanos que perpetran un crimen deben pagar sus deudas en vida. Carecemos de una visión más amplia de la existencia y de la historia humana. Nos enfocamos únicamente en el presente, en el ahora, y no estamos dispuestos a que pase el tiempo sin que el criminal reciba su merecido. No obstante, desde la óptica cristiana, nuestra comprensión de la justicia debe abarcar también la eternidad. Nuestra idea de un juicio para los que consideramos malvados se limita al ya, sin tener en cuenta que la dimensión terrenal es solo una milésima de segundo de toda una eternidad que aguarda a todos los seres humanos de todas las épocas. Por eso, haríamos bien en escuchar al apóstol Pablo cuando dijo lo siguiente: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.” (v. 19) Básicamente, lo que Pablo quiere decirnos es que la labor de juzgar y vengar no nos pertenece, sino que es trabajo de Dios.

Si nos vengamos nosotros mismos corremos el riesgo de dejar que nuestras emociones desbocadas conviertan un acto de justicia en una auténtica escabechina. Si nos tomamos la justicia por nuestra mano, podemos llegar a infligir mucho más daño del que los que son juzgados han infligido. Si decidimos vengarnos, es muy fácil dejarse llevar por nuestro afán de destrucción y aniquilación, traspasando la frontera que existe entre la justicia y el encarnizamiento. Dejemos que sea Dios quien se encargue. Vengarse es una actividad cuyos resultados van a permanecer en nuestras mentes, en nuestros sueños y en nuestras almas durante toda una vida, impidiéndonos ser felices. Pero si permitimos que Dios asuma este rol, tenemos la certeza de que irse de rositas solo es una cuestión de tiempo, ya que cuando Dios juzgue a esa persona, ésta será condenada eternamente, recibiendo exactamente el merecido de sus venenosos actos. Dios pagará en su momento justo, ni un segundo antes ni un segundo después, y todos seremos testigos de ese castigo cuando comparezcamos delante del tribunal de Dios.

  1. NUESTRO PAPEL MIENTRAS LA JUSTICIA DIVINA LLEGA

Si no debemos dar cabida a la venganza, ¿qué podemos hacer? Pablo vuelve a darnos la clave, aunque nos pueda desconcertar en principio: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza.” (v. 20) Habiendo puesto en manos de Dios la cuestión de la justicia y de la venganza, nuestra práctica ética debe ser antagónica al comportamiento de los que nos ofenden. Sé que puede parecer complicado dar de comer a aquel que en un momento dado te ha hecho la vida imposible. Sé que es duro tener que dar agua a aquella persona que te ha despreciado, insultado y golpeado. Pero es lo que demanda ser como Jesús.

Esto es lo que debe hacerse, no desde nuestras propias fuerzas o desde nuestra voluntad tendente a dejar que se muera de hambre y de sed nuestro adversario, sino desde la transformación que obra en nosotros Dios por medio del Espíritu Santo. Tú, por ti mismo, por mucho que lo intentes, seguirás pensando que al enemigo ni agua. Pero con la ayuda de Dios podemos cambiar nuestro odio en amor, nuestra ira en amabilidad, nuestra rabia en auxilio, y nuestras ganas de escamochar a alguien por lo que nos hizo, en un deseo sincero de no rebajarnos a su altura moral, y en un anhelo por no dejar que el enojo cause mayores males.

Esta conducta, que va contra la corriente de lo que nos dicta el resto del mundo, supone dos cosas: la primera, que tú habrás hecho lo correcto conforme a la voluntad de Dios, algo que será recompensado en la eternidad; y la segunda, que habrás enseñado una lección valiosa a aquellos que, en un momento dado, querían tu ruina, y es que, les harás recapacitar sobre el por qué de haberte hecho daño, y se avergonzarán de sus malas artes. Si devuelves golpe por golpe, la violencia no cesará. Pero si devuelves bien por mal, en su sorpresa, tal vez encuentren a un auténtico amigo con el que reconciliarse.

¡Cuántas historias y relatos no se conocen de personas que eran enemigas a muerte, y que, ante el gesto amable de una de ellas, se han convertido en amigos inseparables! La diferencia la marca el amor sincero, ese amor que solamente puede crecer en nosotros, si dejamos que Cristo tome las riendas de nuestra vida precisamente en esos episodios de nuestra vida en las que reclamamos poder vengarnos. Lo dicho: es difícil de entenderlo, y complejo practicarlo, pero cuando probamos seguir esta vía, podemos llegar a encontrarnos con sorprendentes resultados.

CONCLUSIÓN

Nuestra reacción natural ante el ataque de nuestros enemigos, debe ser dejar que Dios nos defienda a su tiempo. Mientras tanto, aun a pesar de seguir sufriendo el acoso y derribo de nuestros adversarios, debemos interiorizar las palabras de Pablo en nosotros, siempre teniendo en mente el ejemplo de Jesús, el cual fue tratado peor que a un perro, y encima injustamente, pero que nunca vomitó amenazas, insultos y maldiciones contra sus verdugos. La eternidad pondrá a cada quién en su lugar, no lo olvides. Por eso, procura que tu lugar esté del lado de aquel que promueve y consuma la justicia de forma absoluta y definitiva.