TERCER DOMINGO DE ADVIENTO: RECORDANDO AL MESÍAS ESPERADO

TEXTO BÍBLICO: LUCAS 3:15-18

Estas fechas navideñas en las que nos veos inmersos en un trajín de compras, preparativos y adornos parece que Jesús ya no ocupa el lugar que antaño tuvo en las mentes, corazones y costumbres de los hombres y mujeres. Desplazado por otras corrientes folklóricas de allende los mares por la figura cocacolizada de un mito nórdico personificada en la figura de Santa Claus o Papa Noel, el niño que reposa en el pesebre de un humilde refugio de animales resulta poco atractivo. Papa Noel resurge en los anuncios propagandísticos a través de productos típicos de la mercadotecnia más materialista y por medio de una idea simplona y simplista de su papel en el devenir de la existencia humana.

Papa Noel solo aparece una vez al año para traernos muchos regalos, y aunque supuestamente se ampara en un juicio bastante suave de los que han hecho cosas buenas y cosas no tan buenas, al final todos reciben su presente con un lacito de color llamativo. Papa Noel no apela a nuestra conciencia sino más bien a las emociones y sentimientos, elementos que parecen rebrotar en estas fechas en forma de amabilidad y ternura sentimentaloides.

Papa Noel no nos juzga ni demanda de nosotros un cambio radical de vida, sino que se presenta como un venerable ancianito que sonríe jocosamente sobre un trineo tirado por renos sin dejarnos una moraleja o unas directrices de cómo encarar el año nuevo que está por comenzar. No, Papa Noel es bastante más atrayente y más asequible para las almas que buscan redención por medio de sus propias buenas obras y para las conciencias que durante todo el año se vieron cauterizadas por la maldad y el pecado.

Sin embargo, Jesús, en comparación con este barbado santurrón de rojo y blanco, es un personaje muy incómodo. Tal vez en la representación que se hace de su nacimiento pueda contemplarse un soplo de beatitud y paz, pero no es eso lo que encontramos cuando de verdad sabemos, comprendemos y asimilamos la misión de este pequeño recién nacido en Belén. El niño Dios que con su rostro calmado y tierno del que se ha hecho un culto paralelo en determinadas instancias religiosas del cristianismo, no es el mismo Jesús crucificado y resucitado cubierto de sangre y heridas que culmina el plan salvífico de Dios para el ser humano. Pero si sabemos interpretar correctamente la amplitud y profundidad de la vida de Jesús descrita en los evangelios, hallaremos que este niño era más de lo que parecía y que demanda de nosotros más de lo que nos suele pedir Santa Claus.

Con el transcurso de su historia, Jesús ya es un joven que deja su hogar para consumar el propósito para el que nació entre nosotros. Su primo Juan, conocido como el Bautista, ya hace tiempo que tomó la responsabilidad de dejar expedito el camino a Jesús a través de su predicación espinosa que solicitaba un compromiso de arrepentimiento y confesión de pecados. Ante sus palabras, muy distintas de las que los rabinos y maestros de la ley enseñaban en las sinagogas de sus aldeas y ciudades, las multitudes acudían para tratar de reconocer en él a aquel que había sido profetizado como el Mesías que liberaría a Israel del yugo de sus opresores.

Juan, conocedor de los rumores y comentarios de esta muchedumbre que acudía a él para recibir el bautismo de arrepentimiento en el Jordán, no se eleva para arrogarse el mérito de un poder que no le corresponde, y por lo tanto, decide sacar de dudas a aquellos que ya estaban ideando un plan revolucionario que lo alzase como liberador de los judíos de la bota romana: “Como el pueblo estaba en expectativa, preguntándose todos en sus corazones si acaso sería Juan el Cristo, respondió Juan, diciendo a todos.” (vv. 15-16).

En este domingo de Adviento en el que recordamos a Jesucristo como centro de estas fechas y de nuestras prioridades vitales, es preciso exponer el alcance mesiánico que Jesús tiene al encarnarse y habitar entre la raza humana.

RECORDAMOS QUE JESÚS NACIÓ PARA SER RECIBIDO POR AQUELLOS QUE SE ARREPIENTEN Y PARA JUZGAR A AQUELLOS QUE SE RESISTEN A SU SALVACIÓN

Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” (v. 16)

Juan el Bautista, en un despliegue de humildad y honestidad, no desea engañar a nadie, y para ello describe su labor como preparatoria e iniciadora para la obra salvadora de Jesús. Él no es el Mesías esperado, sino que es un profeta enviado y elegido por Dios para allanar el camino a Jesús en la inauguración del Reino de Dios: “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Éste vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz.” (Juan 1:6-8).

Jesús no duda en ensalzar el trabajo abnegado y sacrificado de Juan cuando lo considera una persona excepcional: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista.” (Mateo 11:11). La meta de Juan el Bautista, tal y como él mismo señala, es la de bautizar en agua a aquellas personas, las cuales, conscientes de su necesidad de perdón y del pecado que ennegrece sus almas, deciden manifestar públicamente su compromiso con la obediencia a Dios, la enmienda de sus actos malvados y la purificación de sus corazones. Juan no está perdonando o limpiando los pecados a nadie a través de este acto acuático, sino que solo es aquel que ayuda a los arrepentidos a mostrar sus deseos de ser transformados por el poder restaurador que proviene de Dios.

En la magnífica declaración de su lugar secundario en el orden de cosas del plan de salvación de Dios, Juan se hace nada ante el poder, autoridad y juicio de Jesús, el verdadero Mesías, el esperado y ansiado autor de la redención y liberación de la opresión del pecado. Se rebaja al nivel de un siervo, del esclavo más bajo que ha de tocar los pies encallecidos, sucios y sudorosos de su señor después de caminar por las polvorientas calles de la ciudad. Su misión no es nada comparada con lo que es capaz de hacer Jesús. De Juan no puede surgir la dispensación del Espíritu Santo que convierta los corazones, que renueve lo enfermo y muerto en el alma y que guíe al creyente en una vida santificada del agrado de Dios.

Sin embargo, de Jesús, el Mesías, el Espíritu Santo de vida será infundido en aquellos que se arrepienten de sus malas obras, que confiesan su necesidad absoluta del perdón de sus pecados y que están dispuestos a caminar según los estatutos de Dios para gloria de Dios Padre y beneficio de su prójimo. Ezequiel ya profetizó este rol mesiánico: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:27).

Del mismo modo, Jesús será como un fuego que juzgará las acciones de aquellos que creen que no necesitan ser salvados de nada, que piensan que son dueños de su voluntad para hacer lo que mejor les parece y que, en su insensatez han determinado convertirse en enemigos de Dios y esclavos del pecado: “Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho el Señor de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama” (Malaquías 4:1); “En llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:8).

La imagen que Juan el Bautista emplea para ilustrar esta realidad espiritual de los dos destinos eternos del ser humano, es la de un agricultor que decide separar el grano de la paja en una era: “Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (v. 17). La doble función del aventador era, por un lado permitir que el peso del grano lo hiciese caer en tierra, y por otro, que el tamo y la paja, fuesen arrastrados por el viento. De este modo, el grano estaba limpio de polvo y paja y podía ser almacenado en el granero. La paja, ya inservible para el consumo humano, sería quemada rápidamente junto con los rastrojos.

Del mismo modo, Jesús nace para juzgar a vivos y a muertos en el día postrero, para separar a los creyentes de aquellos que no lo son. El trigo es la iglesia de Cristo que es reunida en el granero del cielo, mientras que la paja de los que no se arrepienten de sus pecados, los cuales sufrirán bajo el fuego eterno del infierno.

Es preciso hacer un breve inciso para considerar el peligro de un arrepentimiento falso y superficial que no es considerado por Dios para salvación. Existen personas que se arrepienten más por las consecuencias y efectos que provienen del castigo de Dios sobre los impíos que por el deseo de servir a Dios por amor y ser librados de la culpa del pecado. Esta clase de arrepentimiento solo redunda en vidas hipócritas que solo buscan su autojusticia, en existencias basadas en una falsa seguridad de salvación, en un endurecimiento del corazón y en una progresiva cauterización de la conciencia. Jesús nació para erradicar esta clase de “conversión” que solo conduce al apoltronamiento espiritual y a la indiferencia práctica.

Ni el bautismo salva, ni lo hace una trayectoria familiar de generaciones de creyentes, ni una vida repleta de buenas obras, ni una sensación de que al final Dios va a ser misericordioso y va a perdonar a todo el mundo. Solo el Mesías esperado, Jesús, es el indicado, suficiente y absoluto salvador del ser humano, y el único que lee los corazones de tal manera que no puede ser burlado.

Juan, como precursor del Mesías que hoy recordamos, entiende que el arrepentimiento es el primer paso para considerar que el nacimiento y misión de Jesús es una buena noticia: “Con estas y otras muchas exhortaciones anunciaba las buenas nuevas al pueblo” (v. 18). Las buenas noticias que celebramos en el nacimiento de Jesús hace más de dos mil años no lo son tanto si no son acogidas por vidas completamente entregadas a él, por corazones contritos y arrepentidos por sus pecados y por espíritus necesitados del mayor regalo que él nos ofrece: el perdón y la salvación.

Las buenas nuevas aún resuenan en el tiempo a través de las voces de aquellos cristianos que entienden que la Navidad es el advenimiento del Mesías de salvación y liberación, algo que no puede dejarse en el baúl de los recuerdos navideños, sino que debe ser experimentado día tras día, jornada tras jornada.

La Navidad no es solo el tiempo para recibir regalos o para demostrar mayor o menor aprecio por los demás. La Navidad es sobre todo la época que mejor nos trae a la memoria lo que Cristo ha hecho por nosotros, perdonando nuestras deudas y lavando nuestras inmundicias tras habernos arrepentido de nuestras malas artes y obras. Papa Noel no podrá darte esto por mucho que se lo pidas.

Aunque pueda resultar simpaticón y afable, nunca murió en una cruz llevando sobre sí mismo el peso de todas nuestras transgresiones. Papa Noel tendrá la capacidad de regalarte algo que se romperá, gastará, olvidará, cambiará o perderá, pero solo Jesús, el Mesías de Dios, podrá regalarte por gracia la redención y toda una vida eterna a su lado.