MEDICINA DE FE PARA LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

TEXTO BÍBLICO: SANTIAGO 5:13-18

En estos días estamos descubriendo o trayendo a la memoria que existen circunstancias en la vida que siempre nos alcanzan. No importa lo mucho que corra el tiempo, que tratemos de eludirlas con mayor o menor habilidad o que intentemos por todos los medios posibles protegernos contra ellas, siempre llegan a nuestra vida para tocar el timbre de nuestras existencias. La muerte, los impuestos, las responsabilidades familiares, los fracasos o las relaciones sociales son cuestiones que tarde o temprano se presentan ante nosotros para propiciar una reacción, sea positiva o negativa. Otra de estas situaciones que no podemos esquivar aunque pongamos todo de nuestra parte por que no haga su aparición en nuestra carne, hueso y alma es la enfermedad, elemento con el que hemos de lidiar en estas fechas.

La enfermedad en toda su amplia variedad de síntomas y efectos comenzó a ser una realidad en el preciso instante en el que el ser humano en el huerto del Edén sucumbió a la tentación de ser como Dios en su sabiduría y poder. Después de que el fruto prohibido fuese mordisqueado tanto por Adán como por Eva, los estragos y consecuencias de la desobediencia flagrante contra Dios comenzaron a aparecer, de tal manera que la inmortalidad corporal se trastornase a favor de una corrupción paulatina de los tejidos, los músculos y los órganos corporales.

Tal vez la muerte no apareció fulminante y definitiva en el primer ser humano, pero sí que comenzó a ejercer su trabajo de zapa y deterioro tanto en la mente como en el cuerpo. La enfermedad de este modo se erigió en compañera inseparable de la propia muerte, demostrando al ser humano que sus días sobre la faz de la tierra tendrían límite, uno cada vez más restringido, hasta que el polvo volviese al polvo de manera inevitable.

Todos los seres humanos nos vemos sujetos a la enfermedad y al malestar físico por muchos esfuerzos que los estudios médicos, farmacológicos y científicos apliquen sobre sustancias y medicinas. La enfermedad sigue cada día cumpliendo su papel en nuestras vidas, dejando en nosotros la huella reconocible de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad por encontrar por nosotros mismos una vida eterna que nos aleje completamente del abrazo contagioso de la muerte.

Esta también era una realidad en medio de la iglesia de Cristo. La enfermedad era, según una mentalidad hebrea, una expresión externa y orgánica de un malestar interior, espiritual. Por eso, en los relatos de los evangelios, podemos comprobar que cuando Jesús sana a paralíticos, ciegos o leprosos, a la vez se añade el componente del perdón de pecados tras verificar la fe de los enfermos.

Del texto de hoy podemos aprender varias lecciones. Pero antes de entrar a profundizar en ellas, es preciso ubicarnos correctamente en el contexto de las instrucciones de Santiago. Anteriormente a esta serie de consejos de índole eclesial e individual, expone ante los receptores de esta epístola la inquietud que muchos creyentes tenían ante la segunda venida de Cristo. El tiempo pasaba y nada sucedía. Lo equivocado de una tesis escatológica que esperaba el retorno de Cristo durante el tiempo de los apóstoles, provocaba en los miembros de las primeras iglesias varias preguntas relacionadas con la salud y la muerte de algunos testigos oculares de la ascensión de Jesús a los cielos.

¿Qué ocurría con aquellos que morían expectantes ante la proximidad de la parusía de Cristo? ¿Por qué las enfermedades se cebaban en algunos de los miembros de las iglesias si éstos habían sido justificados en virtud del sacrificio vicario del Señor?

No olvidemos que el mismo Pablo considera que la enfermedad en el seno de la comunidad de fe también obedecía al pecado de tomar indignamente la Santa Cena. Aquellos que no discernían con sinceridad y seriedad el mensaje y el simbolismo subyacente en la participación de los elementos de la Cena del Señor, y aquellos que no habían realizado un examen personal que englobaba el arrepentimiento, la confesión y la petición de perdón por parte de Dios, sufrían ya por aquel entonces el pago por su hipocresía, burla y menosprecio de la celebración de la Santa Cena: “Ahí tenéis la causa de no pocos de vuestros achaques y enfermedades, e incluso de bastantes muertes. ¡Ah, si nos hiciésemos la debida autocrítica! Entonces escaparíamos del castigo.” (1 Corintios 11:30, 31).

Por lo tanto, es menester considerar que la enfermedad en la iglesia, aunque no siempre, sí en ocasiones, más de las deseadas, era una señal de que algo nefasto y oscuro habitaba en el corazón del miembro de iglesia.

A. UNA PÍLDORA DE FE PASE LO QUE PASE

“¿Sufre alguno de vosotros? Que ore. ¿Está gozoso? Que alabe al Señor.” (v. 13)

Santiago considera en esta batería inicial de preguntas cualquiera de las circunstancias por las que cualquier hermano de la iglesia pueda estar pasando. Con dos simples cuestiones engloba el conjunto de experiencias que el creyente vive en el día a día. ¿Quién no ha sufrido alguna vez? Creo hablar en nombre de todos los creyentes del mundo si digo que todos hemos padecido, que todos hemos tenido que pasar por tragos muy amargos y que todos hemos recibido el hachazo de terribles noticias. El sufrimiento también es compañero inseparable de la muerte y del pecado.

El solo hecho de vivir en este mundo ya nos expone a momentos de tristeza, amargura y tribulación, dado su carácter injusto, cruel y odioso. Y si a esto añadimos que ser cristianos hoy día no está muy bien visto que digamos, que muchos hermanos en otras latitudes mueren por esta causa y que por predicar a Cristo somos tachados de fanáticos, intolerantes y arcaicos, la cosa no pinta mucho mejor. El sufrimiento forma parte, lo queramos o no, de nuestra existencia, y eso Santiago lo sabe. Por eso, mientras el pueblo de Dios espera ansioso la venida de Cristo, debe orar a Dios en el nombre de Cristo.

Podemos llorar, lamentarnos y quejarnos por nuestras circunstancias adversas, todas ellas relacionadas con la pandemia global de coronavirus, pero eso no cambiará nada. Solo añadirá mayor pena y angustia a nuestras vidas. Pero si acudimos a Dios en oración, si entablamos un diálogo fructífero con Aquel que conoce mejor nuestro porvenir y si exponemos ante Él nuestras cuitas y problemas, no ha de cabernos ni la menor duda de que va a estar a nuestro lado hasta la que tormenta haya cesado y un cielo despejado nos marque el camino hacia la verdadera felicidad que se halla en Cristo.

Lo mismo sucede con nuestros momentos alegres y felices. ¿Quién no ha reído sin parar en una reunión de amigos? ¿Quién no ha disfrutado de las cosas buenas y sencillas de la vida? ¿Quién no ha llorado de gozo al sostener en sus manos una nueva vida que nace? ¿Quién no se ha emocionado al ver cómo una persona perdida y destruida es transformada por el poder redentor de la sangre de Cristo? Ante circunstancias positivas y gozosas también nuestra alabanza ha de dirigirse en oración a nuestro buen Dios. Nuestra gratitud ha de elevarse como olor fragante ante nuestro Padre que está en los cielos, el cual nunca se cansa de derramar su gracia y misericordia sobre nosotros. Con una sonrisa abierta de par en par en nuestros rostros, el agradecimiento de corazón ha de emocionar también a nuestro Señor.

El problema surge cuando la alegría, el regocijo y la felicidad en nuestras vidas se convierten en el olvido de Dios. Si hiciésemos un estudio estadístico sobre la frecuencia y contenido de nuestras oraciones y plegarias a Dios, descubriríamos sin lugar a error, que pedimos más que agradecemos. Como las cosas nos van a las mil maravillas, ya no nos preocupamos por ser agradecidos a Dios. Como no hay necesidades ni preocupaciones en determinados instantes de nuestro recorrido vital, dejamos de lado un apartado crucial en nuestra comunicación con Dios como es la adoración, la alabanza y la acción de gracias por los beneficios con que nos colma día tras día. Si llueve, ora, y si sale el sol, habla con Dios. La oración en nuestra vida devocional personal nunca debe cesar pase lo que pase y ocurra lo que ocurra.

B. LA ORACIÓN COMUNITARIA DE FE SANA

“¿Ha caído enfermo? Que mande llamar a los presbíteros de la Iglesia para que lo unjan con aceite en el nombre del Señor y hagan oración por él. La oración hecha con fe sanará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que haya cometido.” (vv. 14, 15)

Como dijimos anteriormente, la enfermedad va íntimamente ligada a las consecuencias del pecado. Si la enfermedad no es tratada convenientemente desde el punto de vista médico, el futuro no será nada halagüeño para el paciente. Si el malestar físico persiste en su proceso destructivo, será preciso recurrir a la gracia divina para que pueda ser solucionado definitivamente. El creyente que se encuentre en esta dramática tesitura tiene a su alcance no solo su propia oración desesperada, sino que también posee la preciosa oportunidad de que la iglesia al completo pueda interceder en oración ante Dios por su dolencia.

Los representantes de la iglesia, los presbíteros o ancianos, se convierten de este modo, no en personas especialmente imbuidas de un poder sobrenatural que otros miembros no detenten, sino en garantes de que toda la comunidad de fe se vuelca fervientemente en solicitar de Dios un milagro sanador. No son los presbíteros los que curan, ni es el aceite, signo del poder del Espíritu Santo, el que sana, ni las palabras las que restauran al enfermo. Es Dios mismo, invocado en el nombre de su amado Hijo, el cual escuchando con agrado los ruegos de compasión y fe de sus hijos, el que renueva alma y cuerpo del doliente.

La oración de fe comunitaria será el punto de apoyo de todo un proceso curativo que contempla tanto lo físico como lo espiritual. Así nos lo asegura Santiago al decirnos que si la plegaria elevada a Dios es ferviente, la sanidad será una realidad en el creyente sufriente. Esta oración de fe en la que todo el pueblo de Dios participa con sinceridad y misericordia es una oración en la que no solo se habrá de rogar la curación de la enfermedad, sino que también se pedirá por el perdón de los pecados del enfermo.

La sanidad de Dios en Cristo es una sanidad integral y holística, puesto que abarca tanto la mente y el cuerpo como el alma y el espíritu. En ese perdón de Dios en Cristo, el creyente se verá completamente restaurado y restablecido de sus dolores y malestares, proyectando esta sanidad hacia un mayor crecimiento espiritual y una más grandiosa certeza del poder salvador de Dios.

C. LA ORACIÓN DE FE DEMANDA CONFESIÓN MUTUA Y PERSEVERANCIA

“Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la oración perseverante del justo. Ahí tenéis a Elías, un ser humano como nosotros: oró fervientemente para que no lloviese, y durante tres años y seis meses no cayó ni una gota de agua sobre la tierra. Luego volvió a orar, y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto.” (vv. 16-18)

Santiago continúa enfatizando la importancia tan grande que la oración comunitaria tiene para la sanidad de los miembros y para la consecución de formidables empresas. Santiago considera que la confesión mutua de pecados es una práctica muy edificante si se realiza según los parámetros de la discreción, la justicia y el amor que las enseñanzas de Jesús señalan en estos casos. Desgraciadamente esta costumbre aconsejada por el escritor de la epístola no es una que llevemos normalmente a cabo, seguramente entre otras razones, por no identificar esa práctica con la confesión auricular catolicorromana, por tener temor a las murmuraciones e indiscreciones, por albergar un miedo a lo que otros pensarán de ellos, o por recelar de un trato distinto tras la confesión de un pecado escandaloso.

Esto, en resumidas cuentas quiere decir que no existe una verdadera y plena confianza entre los hermanos de la iglesia como para confesar y declarar los pecados con fines terapéuticos, restauradores y edificantes. Sin embargo, es deseable que exista en la iglesia una atmósfera de comprensión, amor, perdón y discernimiento tal que pudiese propiciar la confesión mutua de pecados.

Por otro lado, la oración del justo, es decir, del que no tiene miedo de confesar sus pecados a sus hermanos y que tiene confianza y fe en el poder sanador de Dios, ha de ser perseverante. A veces pensamos que con una oración Dios ya se va a dar por aludido y que nos va a sacar las castañas del fuego de manera inmediata. Esa no es la realidad que Santiago expone. La oración de fe no se cansa nunca de rogar, agradecer, adorar e interceder tal como escribe Pablo: “Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes.” (Efesios 6:18).

A Dios le gusta que acudamos siempre sin desmayar ante su trono para darnos aquello que necesitamos. Como el mismo Santiago expresa al comienzo de esta epístola, muchas veces no sabemos pedir porque pedimos mal, porque le pedimos para nuestros deleites y caprichos en vez de pensar en aquello que más nos conviene. Sin desesperarnos, nuestras oraciones de fe han de alcanzar la presencia de Dios, sometiendo humildemente nuestras vidas y circunstancias bajo la poderosa mano del Señor. Elías comprendió esta dimensión espiritual de la oración y cuando alzó su voz en oración a Dios, tuvo en cuenta la voluntad soberana de su Señor, de tal manera que lo que parecía imposible fue hecho, y lo que parecía absurdo se hizo realidad.

CONCLUSIÓN

La oración de fe alcanza sus máximas cotas de poder cuando es Dios el que transforma nuestras vacilantes y balbuceantes palabras en vida, salud, salvación y perdón. Sea cual sea la situación, y de forma especial la que estamos viviendo en términos sanitarios, Dios espera de ti y de mí que nos dirijamos a Él reverente y humildemente en oración, y así tener comunión continua con Aquel que mejor nos conoce y que mejor sabe qué necesitamos.

Confiemos más en nuestros hermanos para que en la confesión mutua, y en estos tiempos, a distancia y por medio de canales digitales, podamos despojarnos de pecados ocultos que solo lastran nuestra trayectoria espiritual y que obstaculizan el desarrollo a la madurez de nuestras vidas.

Por último, no dejemos de orar buscando siempre que el poder maravilloso y asombroso de Dios sea desplegado en nosotros y en toda la tierra hasta que Cristo regrese en gloria y esplendor, y hasta que esta pandemia global del Covid-19 remita y sea desarraigada por completo de nuestras vidas.

GESTIONANDO LAS PALABRAS


TEXTO BÍBLICO: SANTIAGO 3:1-12

INTRODUCCIÓN

En muchas ocasiones hemos escuchado que el amor al dinero es la raíz de todos los males. Sin embargo, existe algo en todo ser humano que si se desmanda y descontrola es capaz de provocar los daños y perjuicios más grandes que se puedan dar en el mundo. Un órgano tan pequeño en relación al resto de nuestros cuerpos como es la lengua puede causar destrucción y dolor así como sanidad y alegría. En la actualidad, ya no solamente la lengua es el vehículo de nuestra expresión, ya que contamos con medios como el Whatsapp o las redes sociales para sacar a pasear lo primero que nos viene a la mente.

Como seres sociales que somos todos los habitantes de esta tierra, poseemos la capacidad de relacionarnos y comunicarnos con los demás de manera oral y audible. Nuestra lengua ha sido diseñada originalmente como un instrumento muy útil en el objetivo de hallar comunión con Dios y con otros seres humanos. Lo ideal sería que nuestras palabras pudiesen ser empleadas como expresión del amor, de la adoración a Dios o como vehículo de enseñanza y diálogo edificador. A través de nuestra lengua tenemos la posibilidad de comunicar experiencias, de demostrar aprecio, de resaltar las virtudes de los demás y de verbalizar la verdad.

El escritor de esta epístola, Santiago, seguramente había tenido la oportunidad de visitar varias iglesias del primer siglo después de Cristo. En ese periplo de visitas, pudo haberse hecho una idea de la importancia positiva y negativa que la lengua, como símbolo de la expresión de pensamientos, ideas e intenciones, tenía en el seno de la iglesia primitiva. Tras recabar información y experiencia suficiente al respecto escribe estas líneas en las que hoy nos centramos, para enfatizar el papel benigno o malévolo de las palabras.

Desde el primer versículo de este capítulo, Santiago nos introduce a una realidad que por lo visto era bastante común en muchas de las comunidades de fe que visitaba: el ministerio de la educación cristiana era el preferido por muchos, hasta el punto de que se descuidaban otras esferas del servicio cristiano mientras los que aspiraban a ser maestros se enzarzaban en conflictos y disputas en las que todos intentaban demostrar que tenían las credenciales ideales y oportunas para enseñar en la congregación.

Aunque parezca bueno que muchos creyentes quisieran ser maestros, algo que hoy día supondría una bendición viendo la necesidad y carencia de los mismos en muchas iglesias, no lo era tanto. El problema surgía cuando personas extrañas al evangelio aprovechaban este ministerio educativo para diseminar sus erróneas y falsas lecciones.

Santiago quiere que muchos de estos pretendidos maestros se quiten de la cabeza el serlo, y por ello apela a la grandísima responsabilidad que el maestro tiene al enseñar e inculcar el conocimiento correcto de Dios a sus alumnos. Una enseñanza torcida podía llevar a sus oyentes a creer cosas distintas a las que el verdadero evangelio de Cristo enseñaba. Los maestros un día serían juzgados por Dios, ante el cual todas las cosas son expuestas a la luz de la verdad.

Ser maestro no es una cosa cualquiera, y Santiago, como maestro que era, lo sabía: de ellos depende que la sana doctrina extraída de las Escrituras bajo el auspicio del Espíritu Santo, sea conocida entre el pueblo de Dios: «Hermanos míos, no ambicionéis todos llegar a ser maestros; debéis saber que nosotros, los maestros, seremos juzgados con mayor severidad.» (v. 1)

Ante este panorama problemático, Santiago desea realizar un contraste somero en el marco del asunto de la gestión de la lengua en la comunidad de fe. Para ello, comparte con los destinatarios de esta epístola y con nosotros hoy, tres puntos importantes para administrar eficaz y efectivamente nuestras palabras y discursos expresados tanto verbalmente como a través de nuestros dispositivos móviles y demás parafernalia relacionada con la tecnología de la comunicación:

A. BENEFICIOS DE LA LENGUA

«Todos, en efecto, pecamos con frecuencia. Ahora bien, quien no sufre ningún desliz al hablar, es persona cabal, capaz de mantener a raya todo su cuerpo. Y si no, ved cómo conseguimos que nos obedezcan los caballos: poniéndoles un freno en la boca, somos capaces de dirigir todo su cuerpo. Lo mismo los barcos: incluso los más grandes y en momentos de recio temporal, son gobernados a voluntad del piloto por un timón muy pequeño. Así es la lengua: un miembro pequeño, pero de insospechable potencia. ¿No veis también cómo una chispa insignificante es capaz de incendiar un bosque inmenso?» (vv. 2-5)

Santiago comienza con una confesión que muchos tendríamos que realizar antes de hablar. Somos pecadores y solemos cometer errores continuamente. Si nuestro pecado sigue estando ante nosotros, y vemos cómo aquello que parece más puro e inocente se convierte por obra y gracia de nuestra insensatez y rebeldía en algo malvado y oscuro, ¿cómo no va a suceder lo mismo con la lengua?

Pablo señala en una de sus epístolas que nada es malo en sí mismo, por lo que podemos colegir que la lengua en sí misma y empleada según las directrices de Dios es una herramienta bendita y beneficiosa. ¿Cómo sino podemos cantar alabanzas a Dios, predicar el evangelio a los incrédulos, enseñar la verdad a los ignorantes o denunciar las injusticias que se ceban con la raza humana? La lengua es útil para entablar nexos de respeto, amor y sabiduría entre los seres humanos.

Por eso Santiago nos emplaza a que cada palabra que pueda salir de nuestras bocas o de nuestros móviles muestre que hemos sido cuidadosos con ellas, a no propiciar deslices que desemboquen en malas interpretaciones y discusiones. Nuestras bocas, muros de publicación y mensajes han de ser el receptáculo de la discreción y del decoro. Si por un instante se nos escapa un exabrupto, un comentario ominoso o un juicio de valor que menosprecie a otra persona, estaremos entrando en el terreno cenagoso de las disputas interminables.

No solo hemos de ser discretos, de no decir algo que no debemos decir porque alguien nos ha confiado algo de palabra, sino que también hemos de ser cabales. La cabalidad se demuestra en la reflexión profunda de una idea antes de expresarla. Pensar bien lo que se va a decir o escribir puede evitarnos muchos males, muchas contiendas y muchas heridas. A veces es mejor permanecer en silencio, no publicar nada o decir a la otra persona que no le puede dar una respuesta o un consejo de manera espontánea o inmediata, que hablar precipitadamente y sin medida de lo que se dice.

La sabiduría en el hablar y en el expresarse no reside en las muchas palabras o en vocablos hermosos y bien construidos, sino que se halla precisamente en saber callar, saber escuchar y saber meditar las respuestas.

Además Santiago nos da pistas de cómo podemos pecar menos, de cómo podemos controlar nuestro cuerpo y sus deseos carnales. Si somos capaces de controlar nuestras palabras tendremos la habilidad de dominar todo nuestro ser. Esto es harto difícil como sabréis bien. No es sencillo poder contestar con educación a quien nos insulta. No es fácil pensar bien las cosas en situaciones límite. No es un ejercicio simple atemperar nuestras palabras cuando la ira y la indignación se adueñan de nuestro corazón.

No obstante, Santiago utiliza dos ejemplos claros de que es posible, con la ayuda de Dios, el ejemplo de Cristo y la guía del Espíritu Santo, hablar y comunicarnos correcta y oportunamente. Primero emplea la imagen del caballo y el freno que se coloca en su boca. Es una imagen muy gráfica y reconocible, y procura en nosotros el poder afirmar que el jinete dirige a este noble animal a su antojo tirando y aflojando las riendas.

Muchas veces nosotros también necesitamos un freno en la boca y en los dedos. Cuando nos descontrolamos por la razón que sea solemos decir y escribir auténticas sandeces y estupideces. Dejamos salir lo más oscuro de nosotros y en esa acción hemos podido herir a otras personas. Con el freno de la Palabra de Dios en nuestras bocas y cerebros podemos transformar cualquier expresión o palabra descontrolada en palabras de paz y bendición.

En segundo lugar, Santiago nos habla del timón de cualquier barco, el cual puede llevar a buen puerto a bajíos de gran envergadura a pesar de las borrascosas condiciones del clima. En el preciso instante en el que las borrascas emocionales, sentimentales y espirituales se apoderan de nosotros, la ira y el enojo causan en nuestras palabras un efecto demoledor. Los reproches, las críticas destructivas y los menosprecios surcan las olas que la tormenta produce hasta hacer estragos en todo aquello que se le acerca.

¿Cuántas veces no hemos dicho cosas, de las que luego nos arrepentimos, tras comprobar el daño tan grande que hemos infligido a personas a las que queríamos? ¿En cuántas ocasiones el odio y la envidia no han dado a luz insultos, gritos y amenazas? Para no volver a caer en las mismas situaciones es preciso tener un timón, al Espíritu Santo que por medio de la conciencia y la prudencia, pueda aquietar nuestro rugido y suavizar nuestro carácter traicionero.

Santiago conoce muy bien el poder insospechado e inusitado que la lengua tiene, tanto para bien como para mal, y la compara esta vez con una chispa que incendia un gran bosque. El evangelio del Reino de Dios, cuando fue predicado por los apóstoles que Jesús había escogido, se extendió como la pólvora por todas partes, incendiando las costumbres paganas, las actitudes idolátricas y las enseñanzas mentirosas de aquellos que lo escucharon. Aquí la palabra tuvo gran poder para salvación y redención.

Sin embargo, también esta palabra tiene la potencia suficiente como para dividir iglesias, destruir vidas y lograr que la obra de Dios sea denostada por causa de los enfrentamientos existentes en la iglesia cuyo origen fueron chismes, difamaciones, burlas y murmuraciones. Las palabras, aun cuando son mentirosas o son fake news, pueden calar profundamente en el corazón del ser humano, propiciando que el fanatismo y el integrismo surjan de en medio de un fuego devorador.

B. PERJUICIOS DE LA LENGUA

«Pues bien, la lengua es fuego con una fuerza inmensa para el mal: instalada en medio de nuestros miembros, puede contaminar a la persona entera y, atizada por los poderes del infierno, es capaz de arrasar el curso entero de la existencia. El ser humano ha domado y sigue domando a toda clase de fieras, aves, reptiles y animales marinos. Sin embargo, es incapaz de domeñar su lengua, que es incontrolable, dañina y está repleta de veneno mortal.» (vv. 6-8)

Como dijimos anteriormente, la lengua posee un poder incalculable para hacer el mal. No tener cuidado con lo que se dice o escribe, cómo se dice, cuándo se dice, a quién se dice y porqué se dice, puede llevarnos a una suerte de infierno en la tierra.

Me figuro que ya habréis pasado por este trance en alguna ocasión, bien como ofensores o bien como ofendidos. En el preciso instante en el que nos pierde la sinhueso, podemos echar por tierra toda una vida de testimonio, toda una trayectoria de honradez y educación, y todo un estilo de vida sensato y prudente. Solo una palabra dicha o publicada de mala manera, con displicencia, con disgusto, con mala cara, con retintín, con ironía dañina o con la intención de poner el dedo en la llaga, es capaz de asesinar emocional y espiritualmente a una persona.

El propio Jesús habla acerca de esto en los evangelios cuando se refiere al homicidio interior, al emplear expresiones e insultos como «fatuo», «donnadie» o «traidor» para apuñalar la autoestima y la dignidad del prójimo: «El que se enemiste con su hermano, será llevado a juicio; el que lo insulte será llevado ante el Consejo Supremo, y el que lo injurie gravemente se hará merecedor del fuego de la gehena.» (Mateo 5:22).

Arrancarnos la lengua no servirá de nada o amputarnos los pulgares y los índices, pero sí tal vez mordérnosla alguna vez que otra para no incurrir en desatar los poderes infernales en la tierra o en la iglesia, o meter las manos en los bolsillos para contar hasta cien y calmar nuestro corazón desbocado.

Las palabras, al fin y al cabo, son la verbalización sonora o escrita de aquello que hay en nuestro interior, en nuestra alma y corazón. Ya lo dijo Jesús, que de la abundancia del corazón habla la boca (Mateo 12:34), y dependiendo de si esa abundancia es positiva o negativa, sabremos que las palabras dichas son solo el resultado de la contaminación interior que el pecado ha propiciado. Si hay avaricia, así hablaremos egoístamente. Si hay codicia, hablaremos con envidia y malicia. Si existe odio, nuestras palabras serán mazos contundentes y navajas afiladas.

Nuestras palabras suelen decir mucho de nosotros mismos, de aquello en lo que realmente depositamos nuestra fe y entrega. Las palabras y la lengua mal gestionadas al margen de lo que la Biblia señala al respecto son un peligro y una amenaza a la paz, la felicidad y la concordia en cualquier entorno, sociedad y cultura.

A pesar de que el ser humano tiene la habilidad y técnica como para domar a los animales salvajes, sin embargo no puede con el poder de una lengua sacada a pasear sin ton ni son. Cuando la lengua no está bajo el control férreo y sensato del Espíritu Santo, ésta se convierte en una lengua ponzoñosa y altamente problemática, hasta el punto de provocar la muerte, bien sea física o espiritual del prójimo.

¿O no recordamos episodios de bullying y ciberbullying en colegios e institutos que han llevado a jóvenes y adolescentes a suicidarse por causa de insultos, improperios y vejaciones psicológicas? ¿O no nos vienen a la mente situaciones dramáticas de violencia de género en las que la presión de las palabras venenosas ha desembocado en tragedias sangrientas? Hay palabras que hacen mucho daño, más del que quisiéramos admitir. De ahí que Santiago nos ponga en guardia ante el abuso de la lengua en todos los contextos, y más aún en el entorno de la iglesia de Cristo.

C. COHERENCIA CON LA LENGUA

«Con ella bendecimos a nuestro Padre y Señor, y con ella maldecimos a los seres humanos a quienes Dios creó a su propia imagen. De la misma boca salen bendición y maldición. Pero esto no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso en la fuente sale agua dulce y salobre por el mismo caño? Hermanos míos, ¿puede la higuera dar aceitunas o higos la vid? Pues tampoco lo que es salado puede producir agua dulce.» (vv. 9-12)

Después de constatar los beneficios y los perjuicios de la lengua y las palabras, Santiago desea desenmascarar la hipocresía. El autor describe de forma magistral e ilustrativa el grado de hipocresía que existía entre los creyentes de las primeras iglesias cristianas. Tal como en nuestros días, seguramente habría personas que se enorgullecían de su superespiritualidad, haciendo ostentación pública y clamorosa de su supuesta santidad y unción, pero que luego donde dije digo, dije Diego.

Estos maestros del fingimiento eran verdaderos actores que aparentaban una cosa con sus palabras dirigidas a Dios en el culto de adoración, pero que cuando se trataba de ayudar al hermano, de arrimar el hombro en el servicio o de cuidar de su semejante, si te he visto no me acuerdo. Nuestro prójimo debe ser tratado del mismo modo en el que tratamos a Dios, con amor. Jesús lo dejó muy claro: «Os aseguro que todo lo que hayáis hecho a favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho. Os aseguro que cuanto no hicisteis a favor de estos pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis.» (Mateo 25:40, 45).

Santiago dice que la hipocresía no tiene cabida en la iglesia, y que por supuesto, es abominación delante de Dios: «Esto no puede ser así, hermanos.» ¿Cómo vamos a engañarle con nuestros ritos y apariencias de piedad mientras pasamos olímpicamente de nuestros deberes para con nuestros hermanos? Seríamos demasiado estúpidos como para creer que Dios va a escuchar nuestras palabras cuando nos hacemos los suecos con los gritos de auxilio de nuestro prójimo.

CONCLUSIÓN

Si somos inteligentes y sinceros con nosotros mismos, sabremos que necesitamos gestionar correctamente a la luz de la Palabra de Dios, tanto el contenido como las formas de aquello que decimos.

Sabemos por experiencia el quilombo que podemos montar cuando nos equivocamos al hablar sin pensar. Sabemos por experiencia lo mucho que duele cuando nos insultan, cuando se burlan de nosotros y cuando nos menosprecian y nos agreden verbalmente y a través de medios digitales.

Si sabemos a qué atenernos en cada ocasión, no dudemos en solicitar de Dios la fuerza necesaria para resistir el impulso de decir o escribir barbaridades, de Cristo el ejemplo oportuno para aprender de los errores pasados, y la dirección del Espíritu Santo para que nos asesore puntualmente en la administración de nuestra lengua y de nuestro whatsapp y demás redes sociales.