GESTIONANDO LAS PALABRAS


TEXTO BÍBLICO: SANTIAGO 3:1-12

INTRODUCCIÓN

En muchas ocasiones hemos escuchado que el amor al dinero es la raíz de todos los males. Sin embargo, existe algo en todo ser humano que si se desmanda y descontrola es capaz de provocar los daños y perjuicios más grandes que se puedan dar en el mundo. Un órgano tan pequeño en relación al resto de nuestros cuerpos como es la lengua puede causar destrucción y dolor así como sanidad y alegría. En la actualidad, ya no solamente la lengua es el vehículo de nuestra expresión, ya que contamos con medios como el Whatsapp o las redes sociales para sacar a pasear lo primero que nos viene a la mente.

Como seres sociales que somos todos los habitantes de esta tierra, poseemos la capacidad de relacionarnos y comunicarnos con los demás de manera oral y audible. Nuestra lengua ha sido diseñada originalmente como un instrumento muy útil en el objetivo de hallar comunión con Dios y con otros seres humanos. Lo ideal sería que nuestras palabras pudiesen ser empleadas como expresión del amor, de la adoración a Dios o como vehículo de enseñanza y diálogo edificador. A través de nuestra lengua tenemos la posibilidad de comunicar experiencias, de demostrar aprecio, de resaltar las virtudes de los demás y de verbalizar la verdad.

El escritor de esta epístola, Santiago, seguramente había tenido la oportunidad de visitar varias iglesias del primer siglo después de Cristo. En ese periplo de visitas, pudo haberse hecho una idea de la importancia positiva y negativa que la lengua, como símbolo de la expresión de pensamientos, ideas e intenciones, tenía en el seno de la iglesia primitiva. Tras recabar información y experiencia suficiente al respecto escribe estas líneas en las que hoy nos centramos, para enfatizar el papel benigno o malévolo de las palabras.

Desde el primer versículo de este capítulo, Santiago nos introduce a una realidad que por lo visto era bastante común en muchas de las comunidades de fe que visitaba: el ministerio de la educación cristiana era el preferido por muchos, hasta el punto de que se descuidaban otras esferas del servicio cristiano mientras los que aspiraban a ser maestros se enzarzaban en conflictos y disputas en las que todos intentaban demostrar que tenían las credenciales ideales y oportunas para enseñar en la congregación.

Aunque parezca bueno que muchos creyentes quisieran ser maestros, algo que hoy día supondría una bendición viendo la necesidad y carencia de los mismos en muchas iglesias, no lo era tanto. El problema surgía cuando personas extrañas al evangelio aprovechaban este ministerio educativo para diseminar sus erróneas y falsas lecciones.

Santiago quiere que muchos de estos pretendidos maestros se quiten de la cabeza el serlo, y por ello apela a la grandísima responsabilidad que el maestro tiene al enseñar e inculcar el conocimiento correcto de Dios a sus alumnos. Una enseñanza torcida podía llevar a sus oyentes a creer cosas distintas a las que el verdadero evangelio de Cristo enseñaba. Los maestros un día serían juzgados por Dios, ante el cual todas las cosas son expuestas a la luz de la verdad.

Ser maestro no es una cosa cualquiera, y Santiago, como maestro que era, lo sabía: de ellos depende que la sana doctrina extraída de las Escrituras bajo el auspicio del Espíritu Santo, sea conocida entre el pueblo de Dios: «Hermanos míos, no ambicionéis todos llegar a ser maestros; debéis saber que nosotros, los maestros, seremos juzgados con mayor severidad.» (v. 1)

Ante este panorama problemático, Santiago desea realizar un contraste somero en el marco del asunto de la gestión de la lengua en la comunidad de fe. Para ello, comparte con los destinatarios de esta epístola y con nosotros hoy, tres puntos importantes para administrar eficaz y efectivamente nuestras palabras y discursos expresados tanto verbalmente como a través de nuestros dispositivos móviles y demás parafernalia relacionada con la tecnología de la comunicación:

A. BENEFICIOS DE LA LENGUA

«Todos, en efecto, pecamos con frecuencia. Ahora bien, quien no sufre ningún desliz al hablar, es persona cabal, capaz de mantener a raya todo su cuerpo. Y si no, ved cómo conseguimos que nos obedezcan los caballos: poniéndoles un freno en la boca, somos capaces de dirigir todo su cuerpo. Lo mismo los barcos: incluso los más grandes y en momentos de recio temporal, son gobernados a voluntad del piloto por un timón muy pequeño. Así es la lengua: un miembro pequeño, pero de insospechable potencia. ¿No veis también cómo una chispa insignificante es capaz de incendiar un bosque inmenso?» (vv. 2-5)

Santiago comienza con una confesión que muchos tendríamos que realizar antes de hablar. Somos pecadores y solemos cometer errores continuamente. Si nuestro pecado sigue estando ante nosotros, y vemos cómo aquello que parece más puro e inocente se convierte por obra y gracia de nuestra insensatez y rebeldía en algo malvado y oscuro, ¿cómo no va a suceder lo mismo con la lengua?

Pablo señala en una de sus epístolas que nada es malo en sí mismo, por lo que podemos colegir que la lengua en sí misma y empleada según las directrices de Dios es una herramienta bendita y beneficiosa. ¿Cómo sino podemos cantar alabanzas a Dios, predicar el evangelio a los incrédulos, enseñar la verdad a los ignorantes o denunciar las injusticias que se ceban con la raza humana? La lengua es útil para entablar nexos de respeto, amor y sabiduría entre los seres humanos.

Por eso Santiago nos emplaza a que cada palabra que pueda salir de nuestras bocas o de nuestros móviles muestre que hemos sido cuidadosos con ellas, a no propiciar deslices que desemboquen en malas interpretaciones y discusiones. Nuestras bocas, muros de publicación y mensajes han de ser el receptáculo de la discreción y del decoro. Si por un instante se nos escapa un exabrupto, un comentario ominoso o un juicio de valor que menosprecie a otra persona, estaremos entrando en el terreno cenagoso de las disputas interminables.

No solo hemos de ser discretos, de no decir algo que no debemos decir porque alguien nos ha confiado algo de palabra, sino que también hemos de ser cabales. La cabalidad se demuestra en la reflexión profunda de una idea antes de expresarla. Pensar bien lo que se va a decir o escribir puede evitarnos muchos males, muchas contiendas y muchas heridas. A veces es mejor permanecer en silencio, no publicar nada o decir a la otra persona que no le puede dar una respuesta o un consejo de manera espontánea o inmediata, que hablar precipitadamente y sin medida de lo que se dice.

La sabiduría en el hablar y en el expresarse no reside en las muchas palabras o en vocablos hermosos y bien construidos, sino que se halla precisamente en saber callar, saber escuchar y saber meditar las respuestas.

Además Santiago nos da pistas de cómo podemos pecar menos, de cómo podemos controlar nuestro cuerpo y sus deseos carnales. Si somos capaces de controlar nuestras palabras tendremos la habilidad de dominar todo nuestro ser. Esto es harto difícil como sabréis bien. No es sencillo poder contestar con educación a quien nos insulta. No es fácil pensar bien las cosas en situaciones límite. No es un ejercicio simple atemperar nuestras palabras cuando la ira y la indignación se adueñan de nuestro corazón.

No obstante, Santiago utiliza dos ejemplos claros de que es posible, con la ayuda de Dios, el ejemplo de Cristo y la guía del Espíritu Santo, hablar y comunicarnos correcta y oportunamente. Primero emplea la imagen del caballo y el freno que se coloca en su boca. Es una imagen muy gráfica y reconocible, y procura en nosotros el poder afirmar que el jinete dirige a este noble animal a su antojo tirando y aflojando las riendas.

Muchas veces nosotros también necesitamos un freno en la boca y en los dedos. Cuando nos descontrolamos por la razón que sea solemos decir y escribir auténticas sandeces y estupideces. Dejamos salir lo más oscuro de nosotros y en esa acción hemos podido herir a otras personas. Con el freno de la Palabra de Dios en nuestras bocas y cerebros podemos transformar cualquier expresión o palabra descontrolada en palabras de paz y bendición.

En segundo lugar, Santiago nos habla del timón de cualquier barco, el cual puede llevar a buen puerto a bajíos de gran envergadura a pesar de las borrascosas condiciones del clima. En el preciso instante en el que las borrascas emocionales, sentimentales y espirituales se apoderan de nosotros, la ira y el enojo causan en nuestras palabras un efecto demoledor. Los reproches, las críticas destructivas y los menosprecios surcan las olas que la tormenta produce hasta hacer estragos en todo aquello que se le acerca.

¿Cuántas veces no hemos dicho cosas, de las que luego nos arrepentimos, tras comprobar el daño tan grande que hemos infligido a personas a las que queríamos? ¿En cuántas ocasiones el odio y la envidia no han dado a luz insultos, gritos y amenazas? Para no volver a caer en las mismas situaciones es preciso tener un timón, al Espíritu Santo que por medio de la conciencia y la prudencia, pueda aquietar nuestro rugido y suavizar nuestro carácter traicionero.

Santiago conoce muy bien el poder insospechado e inusitado que la lengua tiene, tanto para bien como para mal, y la compara esta vez con una chispa que incendia un gran bosque. El evangelio del Reino de Dios, cuando fue predicado por los apóstoles que Jesús había escogido, se extendió como la pólvora por todas partes, incendiando las costumbres paganas, las actitudes idolátricas y las enseñanzas mentirosas de aquellos que lo escucharon. Aquí la palabra tuvo gran poder para salvación y redención.

Sin embargo, también esta palabra tiene la potencia suficiente como para dividir iglesias, destruir vidas y lograr que la obra de Dios sea denostada por causa de los enfrentamientos existentes en la iglesia cuyo origen fueron chismes, difamaciones, burlas y murmuraciones. Las palabras, aun cuando son mentirosas o son fake news, pueden calar profundamente en el corazón del ser humano, propiciando que el fanatismo y el integrismo surjan de en medio de un fuego devorador.

B. PERJUICIOS DE LA LENGUA

«Pues bien, la lengua es fuego con una fuerza inmensa para el mal: instalada en medio de nuestros miembros, puede contaminar a la persona entera y, atizada por los poderes del infierno, es capaz de arrasar el curso entero de la existencia. El ser humano ha domado y sigue domando a toda clase de fieras, aves, reptiles y animales marinos. Sin embargo, es incapaz de domeñar su lengua, que es incontrolable, dañina y está repleta de veneno mortal.» (vv. 6-8)

Como dijimos anteriormente, la lengua posee un poder incalculable para hacer el mal. No tener cuidado con lo que se dice o escribe, cómo se dice, cuándo se dice, a quién se dice y porqué se dice, puede llevarnos a una suerte de infierno en la tierra.

Me figuro que ya habréis pasado por este trance en alguna ocasión, bien como ofensores o bien como ofendidos. En el preciso instante en el que nos pierde la sinhueso, podemos echar por tierra toda una vida de testimonio, toda una trayectoria de honradez y educación, y todo un estilo de vida sensato y prudente. Solo una palabra dicha o publicada de mala manera, con displicencia, con disgusto, con mala cara, con retintín, con ironía dañina o con la intención de poner el dedo en la llaga, es capaz de asesinar emocional y espiritualmente a una persona.

El propio Jesús habla acerca de esto en los evangelios cuando se refiere al homicidio interior, al emplear expresiones e insultos como «fatuo», «donnadie» o «traidor» para apuñalar la autoestima y la dignidad del prójimo: «El que se enemiste con su hermano, será llevado a juicio; el que lo insulte será llevado ante el Consejo Supremo, y el que lo injurie gravemente se hará merecedor del fuego de la gehena.» (Mateo 5:22).

Arrancarnos la lengua no servirá de nada o amputarnos los pulgares y los índices, pero sí tal vez mordérnosla alguna vez que otra para no incurrir en desatar los poderes infernales en la tierra o en la iglesia, o meter las manos en los bolsillos para contar hasta cien y calmar nuestro corazón desbocado.

Las palabras, al fin y al cabo, son la verbalización sonora o escrita de aquello que hay en nuestro interior, en nuestra alma y corazón. Ya lo dijo Jesús, que de la abundancia del corazón habla la boca (Mateo 12:34), y dependiendo de si esa abundancia es positiva o negativa, sabremos que las palabras dichas son solo el resultado de la contaminación interior que el pecado ha propiciado. Si hay avaricia, así hablaremos egoístamente. Si hay codicia, hablaremos con envidia y malicia. Si existe odio, nuestras palabras serán mazos contundentes y navajas afiladas.

Nuestras palabras suelen decir mucho de nosotros mismos, de aquello en lo que realmente depositamos nuestra fe y entrega. Las palabras y la lengua mal gestionadas al margen de lo que la Biblia señala al respecto son un peligro y una amenaza a la paz, la felicidad y la concordia en cualquier entorno, sociedad y cultura.

A pesar de que el ser humano tiene la habilidad y técnica como para domar a los animales salvajes, sin embargo no puede con el poder de una lengua sacada a pasear sin ton ni son. Cuando la lengua no está bajo el control férreo y sensato del Espíritu Santo, ésta se convierte en una lengua ponzoñosa y altamente problemática, hasta el punto de provocar la muerte, bien sea física o espiritual del prójimo.

¿O no recordamos episodios de bullying y ciberbullying en colegios e institutos que han llevado a jóvenes y adolescentes a suicidarse por causa de insultos, improperios y vejaciones psicológicas? ¿O no nos vienen a la mente situaciones dramáticas de violencia de género en las que la presión de las palabras venenosas ha desembocado en tragedias sangrientas? Hay palabras que hacen mucho daño, más del que quisiéramos admitir. De ahí que Santiago nos ponga en guardia ante el abuso de la lengua en todos los contextos, y más aún en el entorno de la iglesia de Cristo.

C. COHERENCIA CON LA LENGUA

«Con ella bendecimos a nuestro Padre y Señor, y con ella maldecimos a los seres humanos a quienes Dios creó a su propia imagen. De la misma boca salen bendición y maldición. Pero esto no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso en la fuente sale agua dulce y salobre por el mismo caño? Hermanos míos, ¿puede la higuera dar aceitunas o higos la vid? Pues tampoco lo que es salado puede producir agua dulce.» (vv. 9-12)

Después de constatar los beneficios y los perjuicios de la lengua y las palabras, Santiago desea desenmascarar la hipocresía. El autor describe de forma magistral e ilustrativa el grado de hipocresía que existía entre los creyentes de las primeras iglesias cristianas. Tal como en nuestros días, seguramente habría personas que se enorgullecían de su superespiritualidad, haciendo ostentación pública y clamorosa de su supuesta santidad y unción, pero que luego donde dije digo, dije Diego.

Estos maestros del fingimiento eran verdaderos actores que aparentaban una cosa con sus palabras dirigidas a Dios en el culto de adoración, pero que cuando se trataba de ayudar al hermano, de arrimar el hombro en el servicio o de cuidar de su semejante, si te he visto no me acuerdo. Nuestro prójimo debe ser tratado del mismo modo en el que tratamos a Dios, con amor. Jesús lo dejó muy claro: «Os aseguro que todo lo que hayáis hecho a favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho. Os aseguro que cuanto no hicisteis a favor de estos pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis.» (Mateo 25:40, 45).

Santiago dice que la hipocresía no tiene cabida en la iglesia, y que por supuesto, es abominación delante de Dios: «Esto no puede ser así, hermanos.» ¿Cómo vamos a engañarle con nuestros ritos y apariencias de piedad mientras pasamos olímpicamente de nuestros deberes para con nuestros hermanos? Seríamos demasiado estúpidos como para creer que Dios va a escuchar nuestras palabras cuando nos hacemos los suecos con los gritos de auxilio de nuestro prójimo.

CONCLUSIÓN

Si somos inteligentes y sinceros con nosotros mismos, sabremos que necesitamos gestionar correctamente a la luz de la Palabra de Dios, tanto el contenido como las formas de aquello que decimos.

Sabemos por experiencia el quilombo que podemos montar cuando nos equivocamos al hablar sin pensar. Sabemos por experiencia lo mucho que duele cuando nos insultan, cuando se burlan de nosotros y cuando nos menosprecian y nos agreden verbalmente y a través de medios digitales.

Si sabemos a qué atenernos en cada ocasión, no dudemos en solicitar de Dios la fuerza necesaria para resistir el impulso de decir o escribir barbaridades, de Cristo el ejemplo oportuno para aprender de los errores pasados, y la dirección del Espíritu Santo para que nos asesore puntualmente en la administración de nuestra lengua y de nuestro whatsapp y demás redes sociales.